Alto, fornido, con unos brazos musculosos que más bien recordaban a un toro que a un peluquero, Arturo apretó la máquina en el puño y señaló la silla. Valia se dejó caer en el lugar indicado, temeroso de moverse un milímetro. Aquel tipo era capaz de cortarle la cabeza de un solo tajo. Nada que ver con la delicada Diana, que había detenido su sed de sangre con una ceja.
El chico mordió su labio.
—¿Y si… mejor me corta el pelo Diana?
—No te preocupes, yo no trabajo cejas. Una pasada con la máquina y listo. Diana ya me explicó lo que quieres —dijo Arturo, posándole una mano en el hombro. Valia entendió que no tenía escapatoria. Empezó a despedirse en silencio no solo de su querido flequillo, sino también de su vida.
Kostik se cubrió la boca con la mano:
—Valia, si querés seguir vivo, ni se te ocurra moverte.
Valia cerró los ojos justo cuando escuchó el zumbido de la máquina, un sonido que parecía la marcha fúnebre de su melena. La cuchilla se deslizaba por su cabeza como patines sobre hielo: un movimiento en falso y el cuello podría salir volando. Pero no fue el cuello, fue su adorado flequillo el que cayó, cosquilleándole la cara como plumas tristes. Para que el dolor no le rompiera el corazón, empezó a contar ovejas. Aunque, en su mente, todas tenían calvas enormes en lugar de lana.
Abrió los ojos de golpe, espantado, justo cuando Arturo apagó la máquina. Tomó unas tijeras.
—Solo un par de retoques más —murmuró, y tras unos cuantos cortes, se apartó del espejo—. Listo. Así se queda.
Valia miró su reflejo con cautela. En lugar de su largo flequillo rubio, ahora tenía un corte corto que se levantaba como si intentara escapar. Hacia el cuello el cabello era más corto aún. Era raro verse sin su flequillo favorito, y no sabía cómo reaccionar. Observaba con nerviosismo a sus amigos.
Rostik se acarició la barba con aire pensativo:
—Parece que adelgazaste.
—Al menos gastarás menos en champú —añadió Kostik, buscando el lado positivo como siempre.
—¡Ya cállense! —Sasha les chistó a los dos y sonrió dulcemente a Valia—. Te queda genial. De verdad. Eso sí, deja de afeitarte. Con barba te verías mucho más varonil. Cuando llegues al hotel, tira la afeitadora a la basura. Y no es una broma.
La dulce sonrisa se transformó en una expresión seria que imponía respeto. Valia se levantó del sillón dispuesto a obedecer al instante. La pobre afeitadora, que llevaba medio año rascándole la cara, estaba viviendo sus últimos minutos.
Sasha le pegó una tira de esparadrapo en la ceja:
—Ahora pareces un pirata, solo que con la venda en la ceja en vez del ojo. Diremos que un matón te pegó mientras me defendías.
Tras pagar en la peluquería, Valia salió a la calle. Se puso el gorro para no resfriarse las orejas. Sasha le tiró del pompón antes de que pudiera atarse los cordones. Valia solo alcanzó a ver cómo el gorro volaba hasta el cubo de basura.
—No quiero volver a verte con ese intento de gorro. ¿Quién se pone eso? ¿Dónde lo compraste? ¿En una tienda para gnomos mutantes?
—Me lo tejió mi mamá —respondió Valia con tristeza en la voz.
Sasha apretó los labios, recuperó el gorro, le quitó un poco de suciedad y se lo devolvió:
—Bueno, habrá que lavarlo. Guárdalo, pero prométeme que nunca más te lo vas a poner.
Valia metió el gorro en el bolsillo y siguió a la chica, manteniéndose unos pasos atrás. Tenía miedo de que, si a Sasha volvía a no gustarle algo, lo dejara directamente en pelotas.