Valia esperaba que la comida lo rescatara de aquel silencio tan tenso que casi podía cortarse con un cuchillo. Metió un trozo de carne en la boca y, en cuanto lo masticó, sintió que una lava infernal le invadía la lengua. Como si estuviera tragando fuego vivo: todo ardía, dejaba tras de sí un páramo desolado. A duras penas logró no escupir aquel carbón encendido. Apenas masticó dos veces y se tragó los trozos como pudo. Pero el fuego seguía ardiendo en su boca. La nariz le picaba como si le hubieran metido pimienta, y se le llenaron los ojos de lágrimas apenas perceptibles.
Agarró una copa con un líquido marrón que no reconoció, y la llevó a los labios. Bebió de golpe, esperando que eso apagara al menos un poco el incendio que lo abrasaba por dentro. Pero después de varios sorbos, se dio cuenta de que todo empeoraba. Dejó el vaso sobre la mesa e hizo un gran esfuerzo por no mostrar cuánto sufría. Pero Carolina ya sospechaba algo:
—¿Valia, estás bien? Te pusiste rojo...
Él asintió con la cabeza y llamó al camarero con un gesto. Max apareció al instante, y Valia logró articular con voz ronca:
—¡Agua!
El tiempo que tardó el camarero en traerle el agua le pareció una eternidad. No aguantó más y se levantó de la mesa. Ante la mirada interrogante de Carolina, dijo:
—Vuelvo enseguida, necesito refrescarme un poco.
Salió con paso rápido hacia el baño. Esta vez, escarmentado, se fijó bien en el cartel antes de entrar y se aseguró de estar en el baño de hombres. Abrió el grifo con ansiedad y juntó las manos bajo el chorro. Se llevó el agua a la boca y bebió con avidez. Poco a poco, las llamas invisibles comenzaron a extinguirse. Todavía sintiendo el calor en la boca, se miró al espejo. Se dio unas palmadas en la cara con las manos mojadas:
—¡Reacciona, inútil! La chica de tus sueños está esperándote en la mesa. Ve y deslúmbrala, ¡eres un hombre, carajo!
Con esta arenga personal, Valia se irguió, se acomodó la chaqueta y salió decidido del baño. Aún le ardían los ojos, pero ya no sabía si era por las lentes de contacto o por el picante. Al llegar al salón, se topó con una figura familiar: Sasha, con el ceño fruncido.
—¿¡Qué estás haciendo!?
—Pues yo...
—¿Estás bien? Tienes la cara como un tomate —la preocupación asomó en su expresión.
—La comida estaba demasiado picante. Y las lentillas... me están matando los ojos.
—Sí, se te reventaron los capilares.
Si la educación no le impidiera soltar palabrotas, Valia habría maldecido en voz alta. Pero no quería que Carolina lo viera hecho un desastre. Bajó la cabeza con desánimo.
—Creo que me voy a casa.
—¿Cómo que a casa? —Sasha alzó la voz. Lo agarró del hombro y lo apretó con fuerza. Valia sintió como si unas lanzas de hierro le atravesaran el cuerpo—. Si te escapas ahora, Carolina jamás aceptará otra cita contigo. Junta todo tu valor en un puño —hizo una pausa, frunció los labios, como si se le hubiera escapado una tontería, y soltó su hombro—. Bueno, simplemente recupérate y vuelve con ella.
—Pero no sé de qué hablar —Valia se secó con disimulo las lágrimas varoniles que le humedecían los ojos. Las lentillas seguían molestando, pinchándole con cada parpadeo.
—Hablen de trabajo. Es algo que tienen en común. Anda, ve.
Sasha le dio un empujón leve en el hombro y Valia, para evitar uno más fuerte, salió corriendo hacia el salón. Al notar la mirada de Carolina sobre él, frenó el paso y continuó con un andar digno. Se sentó en su silla, temiendo hasta tocar el tenedor. Sentía que si lo hacía, el fuego volvería a encenderse en su boca. El camarero regresó con el vaso de agua y lo dejó sobre la mesa. Valia frunció el ceño:
—Este plato es demasiado picante. ¿Qué le pusieron?
—Son costillas marinadas con salsa de chile. Nuestro plato más popular entre los hombres.
Valia se irguió, intentando parecer viril. Señaló el vaso con el líquido marrón:
—Y esta bebida... ¿también lleva chile?
—No —el camarero sonrió levemente, como dudando de la hombría de Valia—. Es coñac. De cinco estrellas.
Valia resopló. No es de extrañar que supiera tan mal. Solo cinco estrellas. Quizá si le hubieran traído uno de doce, no habría parecido jarabe de farmacia. Cuando el camarero se fue, Valia intentó reanudar la conversación:
—Yo... —sintió que la lengua se le pegaba al paladar. Cada palabra costaba un mundo—. Quería hablar sobre el trabajo.
—Dime —Carolina se recostó en la silla, observándolo con interés. Incluso dejó de comer. Valia no sabía por dónde empezar.
—Bueno... mañana tenemos un reportaje en una escuela —Carolina asintió con la cabeza, sin añadir nada más. El silencio se hizo cada vez más denso. Valia se ahogaba de nervios, los ojos aún le ardían, el picor no se iba de la boca y el cuerpo le dolía. No se le ocurría nada más que decir. Empezó a contar mentalmente los segundos. Al llegar al cuarto, sacudió la cabeza. Eso no ayudaba. El silencio se alargó aún más, volviéndose insoportable.