Dio un par de pasos hacia la cafetería donde estaba Carolina, pero enseguida volvió corriendo bajo el abeto.
—¡Esperen! Chicos, ¿qué se supone que le voy a decir?
Rostik puso los ojos en blanco.
—Siempre lo mismo contigo. ¡Lo que quieras! Lo importante es que no se acerque a nuestra furgoneta.
—Vale.
—Hazle un cumplido —sugirió Kostik—. A las chicas les encanta eso.
Valia apretó los puños. Esta vez le saldría bien. ¡Seguro que sí!
—¡Muy bien! ¡Voy!
Con cada paso, su confianza crecía. Ya no era el niño tímido de la fiesta de empresa. Ahora era Valentín Dmítrievich: un hombre serio, duro, ¡todo un macho! Nada podía detenerlo. Y si algo salía mal, siempre podía encerrarse en su habitación y llorar a gusto en la almohada, como hacen los verdaderos hombres.
—Car... —la seguridad se le escurría como arena entre los dedos—. Car...
La chica se dio vuelta.
—¿Qué haces, graznando?
—Yo... te estaba llamando. Quería decirte algo...
—¿Qué cosa?
Valia miró el vasito de café en sus manos y, sin poder pensar en nada mejor, soltó un dato digno de documental:
—¿Sabías que los primeros registros del consumo de café datan del siglo XV en monasterios sufíes de Yemen? —dijo, ajustándose las gafas.
—Sí, sí, ya lo sabía —contestó ella, quitándole importancia—. Me tengo que ir.
Carolina ya se daba vuelta cuando Valia, en un arranque de valentía, le agarró el hombro. Ni él mismo se creía capaz de tocarla así. ¡Definitivamente estaba progresando en su camino hacia la rudeza!
—¡Espera, eso no era todo! —empezó a entrar en pánico—. ¿Cómo fue tu día?
—Recién empieza.
—¿Y en el trabajo? ¿Te gusta estar en Sviatkove? Hoy estás... esto... guaperísima.
—¿Eh?
—Estás guapa —soltó de golpe—. Hoy. Y ayer. Y todos los días.
Sintió que se le caía una tonelada de peso de los hombros. ¡Por fin lo había dicho en voz alta! Vale, estaba empapado en sudor, pero se había atrevido. ¡Eso contaba!
Carolina se quitó un auricular.
—¿Perdón? No te escuché. ¿Qué decías?
Valia estuvo a punto de echarse a llorar. ¿Era una maldición o qué? Lo único que faltaba era ir a que una abuela le “quitara el mal de ojo con un huevo”.
—Decía... que hoy grabamos buenas tomas. Un poco más y por fin nos volvemos a casa.
Sintió el móvil vibrar en el bolsillo. Era un mensaje de Rostik:
“Listo. Te esperamos.”
De la emoción, se olvidó hasta de despedirse. Salió corriendo, resbalando sobre la nieve pisada rumbo al hotel. Al menos su parte del plan estaba cumplida. ¡Con la entrega de Adel seguro recuperaría el tiempo perdido con su amor!
Los chicos lo esperaban junto a la puerta, observando cómo Adel se acomodaba en la cama de Valia. Las patas mojadas de la perrita habían dejado un rastro de huellas sobre las sábanas blancas. Además, el olor a perro mojado le golpeó la nariz con tal fuerza que le hizo estornudar de nuevo.
—Ya está hecho lo más difícil —dijo Rostik con un tono de orgullo evidente—. Tú encárgate de vigilarla. Que Carolina sufra hasta la tarde, y entonces la devuelves. Le dices que la encontraste cerca del bosque.
—¿Y si mejor digo que se la quité a unos matones? Así sería más... heroico.
—Ni lo sueñes. No se lo va a creer. Hazlo como dijimos.
—Y lo más importante: no te olvides de aprovechar el momento para invitarla a salir. ¿Quedó claro?
—Vale...
Los chicos se fueron, y Valia se quedó a solas con su pesadilla. El animalito se comportaba con tanta arrogancia que parecía dejar claro quién mandaba en la habitación. Primero se acurrucó como reina en la cama, luego hizo un charco en la alfombra, pero el golpe más bajo fue cuando empezó a morder la edición coleccionista de Harry Potter.
—¡Para! —suplicó Valia—. ¡No, por favor! ¿Qué clase de demonio eres tú?
Al notar que le gritaban, Adel gruñó. Valia se pegó a la puerta, listo para salir corriendo si lo atacaba. ¿Y así tenía que aguantar hasta la noche? ¡Más fácil sería pasar el día encerrado con un león que soportar a esta rata-perro!
De pronto, alguien golpeó la puerta. Adel empezó a ladrar… o, más bien, a hacer unos ruidos parecidos a un delfín torturado. Valia entendió que debía actuar rápido. Agarró la manta y se la echó encima a la perra para amortiguar el escándalo. Luego, abrió la puerta con cuidado.
—Eres tú —suspiró con alivio al ver a Sasha.
—Soy yo —contestó ella, entrando sin esperar invitación. Miró enseguida a Adel, que ya estaba mordiendo la manta—. ¡Dios! ¿De verdad la secuestraron? Pensé que Rostik estaba bromeando.