Valia salió corriendo detrás de Sasha. Su silueta desapareció tras uno de los chalets. Esperaba que ella no lo hubiera visto. La seguía a cierta distancia, intentando no ser descubierto. El crepúsculo tardío le ayudaba a permanecer oculto. Se detuvo junto a una de las cabañas y se asomó con cautela.
Sasha se dirigía a un local iluminado con luces de colores que decía: “Alquiler de motos de nieve”. Y como para confirmar el cartel, varias motos estaban aparcadas frente al edificio. Con paso decidido, se acercó a un tipo corpulento. De esos que claramente viven en el gimnasio y podrían competir en músculos con Rostik. Este desconocido era tan rudo que, en pleno invierno, iba sin gorro. Su melena rubia le caía sobre los hombros y una barba espesa cubría su rostro. Valia se tocó la mejilla con los dedos: claro, eso no era como su intento de barba, que tras tres días sin afeitarse apenas se notaba.
Sasha soltó una carcajada. Valia quiso creer que era por algo tonto que dijo el desconocido, aunque más bien parecía que el tipo había contado un chiste bueno. Valia resopló con molestia. Él también sabía contar chistes. Bueno… en teoría. Porque ahora mismo no recordaba ni uno.
En ese momento, Sasha se subió a una moto de nieve. El hombre musculoso se sentó detrás y la rodeó con sus brazotes. La pegó tanto a su cuerpo que no cabía ni el aire entre ellos. Parecía que se le había pegado. Sasha no se quejó, y la moto arrancó sin más. Se dirigían, con paso firme, directo al bosque.
Valia apretó los labios y volvió a sentir el sabor familiar de su bálsamo labial. ¡Lo sabía! El tipo ese iba a llevarse a Sasha al bosque oscuro y… no quiso imaginar qué podría pasar. Aunque, si lo pensaba bien, en realidad era Sasha la que lo llevaba a él. Quizá el que corría peligro era el desconocido. Sacudiendo la cabeza, espantó esos pensamientos.
Se acercó al puesto de alquiler y miró con respeto la máquina metálica. Nunca se había subido a una de esas cosas, pero por Sasha estaba dispuesto a arriesgarlo todo. Rápidamente firmó el alquiler, esperando poder alcanzar a la pareja antes de que el fortachón intentara algo. Le explicaron lo básico para arrancar… aunque no esperó a oír todo el instructivo.
La moto arrancó con un tirón. Iba por un camino de montaña, tomando velocidad. Valia se aferraba con fuerza en cada curva, temiendo salir volando. Bajó en picada por una pendiente, perdió el control y se desvió del sendero. Ya no seguía un camino, sino que se lanzaba ladera abajo entre los árboles. Maniobraba como podía, evitando estrellarse contra los abetos. Y justo entonces se dio cuenta de que no había preguntado cómo frenar.
La moto de nieve se lanzó por una rampa natural y salió volando. Fueron unos segundos en el aire hasta que Valia cayó en un montón de nieve. Del golpe, salió disparado y rodó por el suelo. Se apoyó en los codos y se incorporó. La moto seguía rugiendo, pero ya no se movía. Se había quedado atascada en el montón. Valia lamentó no haber preguntado si tenía marcha atrás.
Un gruñido surgió del montón de nieve. A la luz de los faros, Valia vio una pata peluda y marrón que se apoyaba en la moto.
Su corazón, ese tierno corazón de poeta incomprendido, comenzó a latir como una campana de iglesia. Con los ojos desorbitados, observó cómo una figura enorme salía de entre la nieve.
Un oso.
Un maldito oso.
Solo entonces entendió: ¡había chocado contra una madriguera de oso!
Los ojos de la bestia brillaron con furia. Eso fue todo lo que necesitó Valia. Saltó de pie y salió corriendo. Detrás, se oía el rugido amenazante y las pisadas pesadas. Valia corría como nunca, sin atreverse a mirar atrás. El oso lo perseguía, y con cada paso podía sentir su aliento más cerca. Saltaba obstáculos, esquivaba ramas, intentando sobrevivir.
Saltó sobre el hielo de un río y lo cruzó corriendo. A sus espaldas escuchó un crujido. Se giró justo al llegar a la orilla.
El oso había roto el hielo y se había empapado las patas delanteras. El agua le llegaba a las rodillas, pero no parecía que se fuera a ahogar. Aun así, esa pausa le dio tiempo a Valia para seguir corriendo.
Avanzaba sin rumbo, desorientado en la oscuridad del bosque. No se detuvo hasta que el pecho le ardía, el costado le pinchaba y la garganta le suplicaba agua. Ya no podía más. Se detuvo, jadeando, se tomó los costados y se dobló por la cintura.
Silencio.
Nada del oso. Solo el viento que jugaba con las ramas de los árboles, componiendo una melodía inquietante.
Valia no sabía dónde estaba ni a dónde debía ir para ponerse a salvo. Buscó su móvil en el bolsillo. Nada.
—¡Qué papelón! —murmuró, repitiendo sin querer la frase favorita de Rostik, sin idea de qué hacer ahora.
Valia se despedía mentalmente de la vida.
Asustado, congelado hasta los huesos, y perdido en pleno bosque de los Cárpatos.
Eso de "morir joven" sonaba bien en las canciones, pero en la vida real era otra historia. ¡Él aún no había hecho nada! ¡Ni siquiera había besado a una chica, ni hablar de cosas más íntimas! Y su segundo título, y ese viaje con mamá al mar, y la bici nueva que tanto quería…
¿De verdad no iba a cumplir nada de eso?