El verdadero macho

19.1

Carolina, haciendo resonar los tacones con fuerza, salió del vestíbulo. Valia atrapó la mirada desaprobadora de su madre y se llevó la mano al pecho, a la altura del corazón. Lo último que quería era que Carolina pensara eso. Ni se atrevía a imaginar la clase de libertinaje que se le habría ocurrido a la chica. Ahora, estaba más lejos de ella que una cabra del cielo. La voz ofendida de Rostik se coló en su conciencia:

—¿Cómo? ¿Qué hacía mi hermana en tu habitación por la noche?

—Pues... nosotros... —ante la mirada amenazante de su amigo, Valia se quedó sin palabras. Rostik frunció el ceño.

—Ya entendí que ustedes “eso”, pero lo que me preocupa es: ¿cómo te atreviste?

—No, no es lo que piensas, no fue “eso”. Solo que... este...

—Valia, cuidado con lo que dices. Apenas me estoy controlando —Rostik apretó los puños, y Valia se calló. Recordaba bien lo dolorosos que eran sus golpes y no tenía ningún deseo de conocerlos más de cerca. Por suerte, mamá lo salvó de una carnicería.

—No le amenaces a mi hijo. Es un niño bien educado, y estoy segura de que no ha hecho nada malo.

—Al menos ya cambió de ocupación y dejará en paz a la abuela —comentó Kostik en voz baja, conteniendo la risa, antes de estallar. Las palabras llegaron hasta los oídos de la madre, y el rostro de ella se tiñó de rojo.

—Vamos, Valentín Dmytrovych, enséñame dónde vamos a vivir ahora. No se te puede dejar solo ni por un día.

Ese tono alertó a Valia. Sabía que la verdadera paliza no vendría de Rostik, sino de su madre. Tomó la bolsa y se dirigió cabizbajo hacia la habitación. El peso del bolso le clavaba las asas en la piel. Apretó los labios y comprendió que había pasado demasiado poco tiempo en el gimnasio. Nada de provecho. Se preguntó cómo su madre había logrado llegar hasta allí con ese equipaje.

En cuanto cerraron la puerta de la habitación y quedaron solos, Valia ni se atrevía a mirarla. Ella se quitó el abrigo de zorro rojo y el gorro de piel de zorro ártico, y cuidadosamente los colgó en el armario. Sabía cuidar sus cosas; aquel abrigo tenía casi cuarenta años y seguía como nuevo. Irina Fedorivna se sentó en el sillón y cruzó los brazos sobre el vientre:

—Espero explicaciones. ¿Quién es esa Sasha?

La imagen de la chica apareció enseguida ante los ojos de Valia. Ni quería imaginarse qué diría su madre al ver su piercing en la nariz, la sien rapada y, lo peor, el tatuaje. El chico agitó las manos, asustado:

—Somos solo amigos, nada de lo que dijo Carolina es cierto entre nosotros.

—¿O sea que no salió de tu habitación de noche?

—Salió... —Valia tragó saliva. Se sentía como en un interrogatorio con detector de mentiras. Una mentira y... ejecución.

—Ah, perfecto. Hoy me la vas a presentar. No te voy a preguntar por su decencia, ya está claro qué tipo de señorita es si sale del cuarto de un hombre por la noche.

Valia comprendió que la reputación de Sasha estaba en peligro por su culpa. Y hasta los últimos restos de la suya propia también. Reuniendo todo su valor, decidió sincerarse:

—No fue así. Sasha me ayudó. Me perdí en el bosque, perdí el móvil, me congelaba. Ella me encontró, me calentó. Me trajo té... eso. Solo somos amigos.

—No me mientas, hijo. ¿Qué clase de chica busca a alguien en el bosque, lo abriga y cuida así nada más? Entiendo, eres un muchacho adulto y puedes salir con una chica. Solo quiero conocerla. Invítala a cenar, justo podemos calentar los rollitos de col. Y ahora cuéntame cómo acabaste en la cama con la abuela.

Al recordar aquella vergüenza, la cara de Valia ardió como brasas. Bajó la mirada con timidez. No se atrevía a confesar que había probado alcohol. Pero una mentira siempre llama a otra. Valia se retorcía los dedos, luchando con su dilema interno. Por fin, se armó de valor:

—Fue un accidente. Estaba oscuro, no vi que me equivoqué de cuarto. Pensé que era el mío. Me desvestí y me acosté. Y ahí estaba la abuela. Intenté explicarle todo, pero no quiso escuchar. Lo del snowboard también fue sin querer, choqué con ella por accidente.

—¿Y por qué le tocaste los pechos? —mamá entrecerró los ojos con sospecha. Una nueva ola de calor cubrió a Valia. Parecía que no podía ocultarle nada a su madre. Al buscar la pajarita, se agarró del cuello. Al no encontrar su accesorio favorito, bajó las manos:

—No tenía lentes puestos y no veía a dónde iba. Se cruzó justo en mi camino —vio que su madre no le creía ni una palabra. Para no parecer un pervertido, decidió improvisar—. De verdad, no me interesa la abuela. Yo tengo a Sasha.

—Ajá, entonces sí están saliendo —mamá aplaudió—. Hoy mismo quiero conocerla. Invítala a cenar. Y tienes que pedirle perdón a la abuela. La pobre ahora hasta le tiene miedo a su propia sombra. No quiero que todo el hotel piense que eres un sinvergüenza. Además, la abuela tiene un amigo policía. Vaya uno a saber qué le contó, capaz terminas en la cárcel.

Esa perspectiva no le alegró en lo más mínimo a Valia. No se imaginaba entre la sociedad marginal. Su frágil psique no lo resistiría.

—Pero ya… ya le pedí perdón.

—Entonces no lo hiciste bien. Le vas a comprar bombones y café. Aunque no, el café le subirá la presión, van a decir que querías matarla. Hay que ser cuidadosos. Mejor flores y bombones. Ve a su cuarto y discúlpate.

Después de almorzar rápidamente unos deliciosos panqueques con queso, y prometiéndose que era la última vez que comía comida “no de hombre”, Valia salió de la habitación. Caminaba inseguro por el pasillo hasta que se detuvo frente a la puerta correcta. Cerró la mano en un puño y la alzó. No se atrevía a tocar. Sospechaba que, en cuanto dijera a qué venía, le caerían golpes de inmediato. Pero ya había lanzado el anzuelo, tocaba recoger la pesca. Al pensar que quizás Sasha no estaba, su corazón se llenó de valentía. Tocó tres veces, con suavidad. Casi enseguida, la puerta se abrió, y Valia se quedó sin habla.




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