El verdadero macho

Сapítulo 22

Valia caminaba nerviosamente por el centro comercial donde había quedado con Carolina y su novio. Sasha lo agarró del brazo y lo obligó a detenerse.

—Tranquilízate. Si alguien te ve, pensará que viniste al dentista, no a jugar bolos.

—Es que… nunca he estado en una bolera, por eso estoy nervioso. No sé cómo va esto.

—No te preocupes, no tiene ciencia. Lanzas una bola y tratas de tumbar los bolos.

Valia quería saber más sobre ese extraño tipo de entretenimiento, pero en ese momento se acercaron Carolina con un perrito en brazos y su novio. Alto, fornido, evidentemente fan del gimnasio, lo miró con unos ojos verdes como si Valia fuera un insecto. Tenía el pelo claro, corto, y la cara cubierta de una espesa barba de dos días. Instintivamente, Valia se tocó la mejilla y torció la boca. El desconocido le extendió la mano:

—Oleg.

—Valia... o sea, Valentín —respondió mientras estrechaba su mano y sentía una presión brutal y un crujido claro en los nudillos. Oleg parecía querer demostrarle su fuerza y romperle la mano a propósito. Cuando por fin se liberó de ese apretón que parecía una aplanadora, sacudió la mano. Le dolían los dedos y ya no sabía cómo iba a lanzar la bola. Esperaba que no pesaran tanto, que sus manitas aguantaran.

Al entrar al local, Valia echó un vistazo rápido. Había jóvenes sentados alrededor de mesas redondas, bebiendo y riéndose. En la pista, una bola golpeó tres bolos, y Valia pensó que tal vez no estaba tan mal el sitio. Además, la música alegre ayudaba a calmar los nervios.

En la recepción les dieron calzado especial. Cuando Oleg dijo que calzaba 44, Valia murmuró que él usaba 40, cruzando los dedos para que nadie notara que mentía. No tenía valor para confesar que en realidad usaba un 39. No era su culpa tener pies de Cenicienta. Se calzaron y se sentaron en su mesa. Les asignaron una de las diez pistas, y sus nombres aparecieron en la pantalla.

—¿Qué van a pedir? —preguntó el camarero con una sonrisa torcida. Oleg fue el primero en hablar:

—Cerveza para todos y unos croutons.

—Y orejas de cerdo con pretzels —añadió Valia sin pensarlo dos veces, convencido de que había hecho un pedido muy masculino. Estaba seguro de que por fin había actuado como un hombre de verdad, uno que sabe lo que come. Pero sus alas invisibles, que acababan de brotarle en ese instante, se vinieron abajo con las siguientes palabras del camarero:

—Lo siento, no tenemos orejas de cerdo ni pretzels. ¿Quieren pedir otra cosa?

Valia entró en pánico. No se le ocurría ninguna otra comida de hombre. Bueno, quizá las costillas con salsa picante, pero solo de pensarlo se le irritó la garganta. No, eso ni soñarlo. Quería calmar la amargura de su boca con unos crepes de queso, pero se mordió la lengua justo a tiempo. El camarero aprovechó su silencio:

—Puedo ofrecerles anchoas o una tabla de embutidos y quesos.

Valia asintió.

—Tráigala.

Con suerte, eso también contaba como comida de hombres. Carolina torció el gesto de inmediato:

—Yo no bebo cerveza. ¿Tienen cócteles? —El camarero negó con la cabeza. Ella resopló, como si el mundo entero la hubiera ofendido—. Entonces un zumo de naranja. ¿Tienen zumo al menos?

El camarero asintió y se fue a preparar el pedido. Oleg se levantó y fue a la pista. Tomó una bola, corrió unos pasos y la lanzó. La bola rodó y tiró nueve bolos. Oleg gruñó satisfecho e hizo otro lanzamiento. El último bolo cayó sin resistirse. Levantó el brazo, cerró el puño y lo bajó con fuerza:

—¡Eso! Aunque hoy no estoy en forma. Normalmente los tiro todos de una.

Valia se ajustó las gafas. Sería difícil superar ese resultado, sobre todo siendo su primera vez. Sospechó que esa bola azul debía ser especial. Tal vez se guiaba sola y derribaba los bolos por sí misma. Se levantó y fue a la pista. Tomó la misma bola azul con la que Oleg había hecho su jugada. Se arrepintió enseguida de no haber pasado más tiempo en el gimnasio.

Sentía las miradas clavadas en él, y eso le puso aún más nervioso. No quería hacer el ridículo frente a Carolina y su musculoso novio. Ni siquiera quería hacer el ridículo frente a Sasha. Se concentró y se preparó para lanzar. No sabía cómo calcular la fuerza, las manos le temblaban y la bola se le escapó. Rodó lentamente por la pista. A Valia le parecía que en cualquier momento se detendría. Cada segundo que pasaba, la bola iba más y más despacio, y él sentía el impulso de correr y empujarla.

Oleg estalló en carcajadas:

—A lo mejor llega a los bolos para Navidad.




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