El verdadero macho

22.1

Desesperado, Valia sopló hacia la bola, como si eso pudiera hacerla moverse más rápido. La bola se desvió del centro, rodó hacia el canal y terminó bajo el recogepelotas sin haber derribado ni un solo bolo. Avergonzado, Valia se cubrió la cara con las manos. Sasha se le acercó y dijo en voz alta:

—No pasa nada, amor, es tu primera vez —y en un susurro mucho más severo agregó—: ¿Qué estás haciendo? ¡Toma la bola e intenta correr como lo hizo Oleg!

Correr. Valia ni siquiera sabía cómo se le había pasado por alto imitar los movimientos del perfecto Oleg. Agarró la bola y recibió un codazo de Sasha.

—Mete los dedos en los agujeros.

Valia levantó las cejas, sorprendido. Así que para eso eran esos puntitos negros… Tres agujeros pequeños y redondos que parecían agujeros negros dispuestos a tragarse sus dedos. Miró a Sasha con desconfianza:

—¿Estás segura de que los dedos no se quedan atrapados?

—Segura. No tengas miedo y sé un hombre.

Esas palabras actuaron sobre Valia como humo espeso sobre una abeja. Claro, era un hombre, podía hacerlo. Cerró los ojos e introdujo los dedos en los agujeros. No podía mirar mientras metía sus deditos en la boca de un monstruo. Pero, para su sorpresa, no sólo no lo mordió nadie, sino que hasta resultaba cómodo. Siguiendo el consejo de Sasha, tomó impulso, se detuvo frente a la línea, se estiró elegantemente y lanzó la bola hacia arriba. Pero en lugar de elevarse como un ave libre, cayó al suelo como una piedra pesada y rodó por la pista. Se movía más rápido que la primera vez, pero más lento de lo que Valia habría querido. Aunque al final, lo importante no era la velocidad, sino los bolos derribados. La bola empezó a inclinarse hacia la derecha y Valia cruzó los dedos. Esperaba que no terminara en el canal. Contuvo la respiración y siguió el recorrido de la bola con atención. Rodó hasta el final y apenas rozó un bolo. Este se tambaleó y cayó al suelo.

—Nada mal para ser la primera vez —comentó Sasha, tratando de animarlo, aunque Valia sabía perfectamente que había sido un desastre.

Le quedaba un último intento para lograr un strike. Apretó los labios y tomó la bola verde. Le gustaba el color verde, así que esperaba que le diera suerte. Si no, dejaría de gustarle para siempre. Tomó impulso y lanzó la bola. Y, efectivamente, la bola verde le trajo suerte: derribó seis bolos. De la emoción, Valia saltó en el lugar y se lanzó a los brazos de Sasha.

—¡Lo logré! ¡Soy un hombre!

—Claro que sí, un hombre de verdad —Sasha estalló en carcajadas, mientras Valia se sonrojaba hasta las orejas.

Sintió sus pechos contra su pecho y se apartó de golpe. De inmediato, le vino a la mente el recuerdo de Sasha en bata negra, medio desnuda. El ambiente en la sala pareció volverse sofocante. Se sentó en la mesa y dio varios tragos de cerveza de un solo sorbo. Pero no apagó el fuego dentro de él, sólo le dejó un sabor amargo en la boca. Miró la mesa en busca de algo para picar. Agarró una rodaja fina de salchichón. Su madre las cortaba más gruesas; con una sola ya quedabas satisfecho. Valia frunció el ceño y calculó cuántas rodajas necesitaría para igualar una de las de su madre. Muchas. Se la metió en la boca y recordó que no se había lavado las manos. Había tocado la bola, metido los dedos en esos agujeros que probablemente nunca habían visto una gota de desinfectante. En su mente aparecieron microbios sonrientes que ya se abrían paso hasta su boca. Quiso escupir el maldito salchichón, pero en vez de eso observó con fastidio cómo Carolina coqueteaba:

—Oleg, ¿me enseñas cómo lanzar? También es mi primera vez.

—Claro, preciosa. Vamos.

Carolina le puso la perrita en brazos a Valia.

—Cuídala. Y ni se te ocurra darle salchichón, no puede comer esas cosas.

Valia torció la boca con desagrado. No tenía ganas de cuidar a esa sabandija que parecía una nutria disfrazada de muñeca. Le parecía injusto que Oleg se quedara con la chica y él con el chucho maloliente. Se inclinó un poco: del perro emanaba un aroma floral. Adele estiró el hocico hacia la mesa. Valia estornudó y apoyó la mano sobre la mesa como una muralla. Una vez, la perra había conseguido robarle una albóndiga. Pero el salchichón… eso ya era cuestión de principios. No lo cedería.

Mientras él sostenía a la perra, Oleg sostenía a Carolina. Descaradamente le puso una mano sobre la suya y con la otra la rodeó por la cintura.

—Mira, corazón. Tomas la bola y te balanceas suavemente.

Oleg se balanceaba con Carolina. Estaba tan pegado a su espalda que parecía que no quedaba espacio entre ellos. La apretaba contra él con fuerza y ella no daba señales de querer apartarse. Reía con ese tono agudo que Valia no comprendía, porque Oleg ni siquiera estaba bromeando. Ella giró el rostro hacia él y sólo unos centímetros separaban sus labios.

—Eres un gran maestro, creo que ya lo entiendo.

—Perfecto, ¿tomamos la bola?

Sin despegarse de Carolina ni un instante, Oleg la obligó a inclinarse para recoger la bola. Se movían como si fueran siameses unidos. Parecía que Oleg se había pegado a ella con pegamento y nada podría separarlos. Valia cerró los puños sin querer. No era eso lo que se había imaginado cuando aceptó esta cita doble. El tipo seguía con sus explicaciones y eso irritaba aún más a Valia:

—Ahora lanzamos con impulso.

La bola rodó por la pista, mientras Oleg seguía abrazando a Carolina. De pronto, Adele saltó del regazo de Valia y corrió tras la bola, ladrando a todo volumen. El perro se metió en la pista, persiguiendo la bola que se acercaba a los bolos. Carolina se tapó la cara con las manos:

—¡Adele! ¡Vuelve! ¡Ahí está el recogepelotas, la va a aplastar!




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