El verdadero macho

29.1

Se afeitó rápidamente, se cepilló los dientes (por si había suerte y acababan besándose) y se roció con su perfume favorito. Luego se puso la camisa que había comprado en los Cárpatos y se metió en los jeans. En la prisa ni pensó en ponerse mallas térmicas. ¿Para qué, si en su pecho rugía un huracán de emociones? Cuando la sangre hierve, el frío no se siente.

Salió del baño, agarró la billetera y estaba a punto de pedir un taxi cuando casi se estrelló contra su madre. Estaba junto a la puerta, enfundada en su abrigo de piel, su gorro de visón y con su bolso favorito bajo el brazo.

—¿A dónde vas? —preguntó Valentín, sin mucho interés.
—¿Cómo que a dónde? ¡Vamos a detener a Sasha antes de que suba al tren!
—Pero...
—¿De verdad creías que iba a dejarte ir solo? ¡Juntos tenemos más probabilidades de éxito!

—No cuando planeo hacer algo realmente masculino...
—Bah —respondió ella, entregándole unos guantes—. ¿Acaso un hombre no puede tener apoyo? ¡No eres huérfano para hacerlo todo tú solito!

—Algunas cosas tengo que hacer sin ti —resopló Valentín, poniendo los ojos en blanco.
—De eso hablaremos otro día. Pero en cuanto a Sasha... —Irina Fiódorovna desvió la mirada, incómoda—. También siento cierta culpa hacia ella.

Valentín sabía que llevar a su madre no era precisamente romántico. En ninguna película el héroe aparecía en la estación con su mamá del brazo para declarar su amor. Pero por otro lado… dos personas piensan mejor que una. Cuatro ojos ven más que dos. Cuatro manos, aunque una estuviera enyesada.

—Solo prométeme que no vas a interrumpir cuando hable con Sasha, ¿sí?
—Está bien, está bien —refunfuñó ella—. ¿Vamos?

—Sí, ¡adelante!
El amor de Valentín y el remordimiento de su madre formaban un equipo tan fuerte, que tenían verdaderas posibilidades de éxito. Sin perder más tiempo, partieron rumbo a la estación.

Valentín y su madre se subieron al taxi, lanzando miradas nerviosas al reloj. Había comenzado a nevar. Los limpiaparabrisas no daban abasto y la visibilidad era pésima. El conductor, resignado, avanzaba a paso de tortuga, lo cual desesperaba a los pasajeros.

—Por favor, ¿puede ir más rápido? —pidió Valentín, con ansiedad.
—No puedo —respondió seco el taxista—. ¡No se ve nada! Voy casi a ciegas.

Y para no seguir oyendo quejas, subió el volumen de la radio, donde sonaba un musical navideño.

Valentín miraba por la ventana, viendo pasar los coches a toda velocidad. El tiempo se escurría entre los dedos. Como si el mundo entero hubiera entrado en modo de avance rápido. Su corazón latía con fuerza. El torbellino emocional lo hacía sudar y tiritar al mismo tiempo.

No tenía idea de qué le diría a Sasha. Y no lograba pensar en nada: tenía la mente hecha un nudo. Tendría que improvisar, aunque improvisar no fuera precisamente su talento. Lo importante era no arruinarlo aún más. Y eso sí que se le daba bien.

A un kilómetro de la estación, el taxi se detuvo en un enorme embotellamiento.

—Hora pico —anunció el conductor—. Aquí estaremos un buen rato.

—¿¡Cómo que un rato!? —saltó Irina Fiódorovna—. ¿Está bromeando? ¡Hijo, vámonos! ¡A pie llegamos antes!

Se quitó el cinturón de seguridad, abrió la puerta y un torbellino de nieve invadió el coche.

—¡Oiga! ¡No puede bajarse aquí! ¡Está prohibido parar! —gritó el taxista, pero a nadie le importaba ya.

Irina Fiódorovna no lo escuchó. Como en una película de acción, abrió la puerta y saltó al exterior. Solo le faltaba dar una voltereta en el aire. Rodeó el auto por detrás y se asomó por la otra puerta.

—¡Vamos, yo te atrapo! —y con la mano enyesada tiró de la chaqueta de su hijo—. ¡Corre!

—Mamá... tu brazo... —murmuró Valentín, ignorando los gritos del conductor—. ¿Cómo...?

—¡Milagro navideño! —respondió ella quitándose el cabestrillo. Luego, agitando los codos para ganar velocidad, salió corriendo entre los coches. Valentín apenas podía seguirle el ritmo.

—¿Entonces sí te habías fracturado o no? —jadeó él, sin aliento.
—Tal vez sí, tal vez no. No viene al caso ahora —dijo ella, pero Valentín notó un destello de culpa en sus ojos.

—No puede ser... ¿fingiste solo para manipularnos?

—¡Lo pasado, pisado! —escupió una copita de nieve que le entró a la garganta—. ¡Mejor agradece que me curé!

—Ay, mamá...

Valentín entendió que había desperdiciado el tiempo duchándose. Al llegar a la estación, estaba empapado como si se hubiera lanzado al mar. Corrió hacia la pantalla de horarios. Malditas gafas: otra vez se le empañaron. Mientras las limpiaba, perdió de vista a su madre. Por un lado, mejor así: no estaría cerca cuando le declarara su amor a Sasha. Por otro lado… ¿y si le había pasado algo? Había corrido tanto, y con ese corazón...

Por un momento, incluso le perdonó la mentira del brazo roto.

En medio del pánico, gritó:

—¡Mamá! ¡MAMAAAAAÁ! —Se sentía como un niño perdido entre la multitud. Solo faltaba que se lo llevaran los gitanos...

—¡Estoy aquí, hijo! —respondió Irina Fiódorovna.

Valentín giró al oír su voz y la encontró… casi peleando con un vendedor de flores.

—¡Necesito rosas frescas, no este ramo medio muerto! —agitaba el manojo frente a su cara—. ¡Y con esos precios parece que vinieran de Marte! ¡Esto parece que lo recogieron del cementerio después de tres días! ¡Tráigame unas buenas!




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