El Viaje De La Bolsita Misteriosa

Capítulo 3 – El farallón, la luz y el abrazo de los ríos

La tarde caía lenta mientras Miixa e Ischo caminaban bordeando un cerro, siguiendo un sendero estrecho y resbaloso que se retorcía como culebra vieja sobre la tierra roja. Abajo, muy abajo, la gran serpiente de agua —el río inmenso y antiguo— rugía suave, como si cantara un secreto que sólo el viento entendía.

—Yo no sé, Ischo… este camino no me da buena espina —dijo Miixa, pegando su cuerpo al monte.

—Tranquila, Miixa… si el viento nos trajo por aquí, debe saber lo que hace —respondió el Chigüire, aunque sus patotas temblaban un poco.

Pero justo cuando estaban por cruzar una piedra suelta, el suelo cedió bajo los pies de Miixa, y su cuerpo resbaló por el borde del farallón.

—¡Miixaaa! —gritó Ischo, corriendo tras ella y resbalando también.

En ese segundo donde todo parecía perdido, un brillo dorado se escapó de la bolsita. La luz fue tan fuerte que se reflejó en los ojos de un Cachicamo que andaba por ahí, medio escondido entre las piedras calientes. Al ver el destello, el animalito corrió con decisión, sacando fuerza de sus cortas patas, y se lanzó justo a tiempo para frenar el derrape de los dos viajeros con su caparazón duro como tambor de cuero.

—¡Agárrense! —pareció decir el Cachicamo con sus ojos brillosos, mientras hacía equilibrio con su cuerpo para sujetarlos.

Con esfuerzo y un empujoncito de magia, lograron trepar de nuevo al camino.

Miixa y Ischo, con el corazón galopando, se miraron y soltaron una carcajada nerviosa.

—Hermano, ese Bebé no es normal —susurró Ischo—. Nos cuida más que una abuela rezandera.

Cuando retomaron el camino, ya no había miedo. Al llegar a lo alto del cerro, la vista era inmensa: dos grandes ríos se veían desde allá arriba, y justo en ese instante… ocurrió.

Las aguas de ambos ríos, que por siglos corrían lado a lado sin tocarse, comenzaron a abrazarse con delicadeza, como si se reconocieran.

—Mira, Ischo… —dijo Miixa con voz bajita—. ¡Están bailando!

El agua brillaba dorada, como si el sol y la magia del bebé se hubieran puesto de acuerdo. Era un abrazo de bienvenida. Una señal.

A lo lejos, una multitud de animales se reunía bajo un árbol enorme. Allí, entre cantos, risas y miradas curiosas, Miixa e Ischo se unieron al descanso. Por fin.

Esa noche durmieron profundo, y por primera vez desde que comenzó la travesía, la bolsita no se movió ni una sola vez.

Al amanecer, cuando el rocío aún acariciaba las hojas, el cielo se sacudió con trinos conocidos.

—¡Ahora sí! ¡Cada vez falta menos! —gritó el alcaraván volando sobre ellos— ¡Y esta vez sí estoy seguro! ¡O bueno… casi seguro!

Miixa abrió un ojo, Ischo otro, y los dos soltaron una risa que hizo temblar hasta al Cachicamo dormido a sus pies…




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