El Viaje De La Bolsita Misteriosa

Capítulo 5 – La señorita del río

El sol bailaba en el reflejo del agua cuando Miixa e Ischo llegaron al cuerpo de agua. El aire olía a barro fresco y a flor silvestre. Sobre una piedra lisa, en medio del remanso, estaba sentada una Nutria gigante, de pelaje brillante y mirada afilada. En algunos lugares le llaman Perro de agua, aunque eso estaba por ponerse en duda.

Con respeto, y un poquito de susto, preguntaron casi al unísono:

—¿Señor Perro de agua?

La figura se volteó de inmediato y frunció el ceño.

—¿Cómo qué “Señor”? —respondió con voz firme y elegante—. ¿No ven que soy una Señorita?

Miixa e Ischo se quedaron pasmados.

—¡Ay, caray! Perdón, no queríamos— empezó a decir Ischo, pero la Nutria se palmeó la frente.

—¡Mi lazo! —exclamó de pronto, notando que no lo tenía puesto—. ¡Así nadie nota mi belleza natural!

Con una vuelta elegante sacó de detrás de la piedra un coqueto lazo rosado y se lo amarró con gracia en la cabeza. Luego, estalló en una carcajada tan sonora, que las iguanas salieron corriendo de la orilla y los garceros alzaron vuelo.

La risa se escuchó hasta el otro lado de la sabana, y justo en ese momento pasó el Alcaraván sobrevolando el cielo:

—¡Ya los había perdidooo! ¡Pero continúen! ¡Falta poco! ¡Ahora sí! ¡O bueno... casi!

Ischo suspiró, resignado:

—Ese Alcaraván siempre dice lo mismo...

La nutria, ya repuesta de la risa, los miró con cierto recelo.

—¿Y qué llevan ahí, ah? —preguntó, señalando la bolsita con el hocico—. Porque ese bulto no es normal.

Miixa se enderezó con dignidad.

—Llevamos un pequeño milagro —respondió—. Un Bebé humano.

—¡Ajá! ¡Mentira! ¡Cuentistas! —dijo la Nutria, entornando los ojos—. ¿Qué va a hacer un Bebé humano en esas patas de ustedes?

—Acérquese y escuche usted misma —replicó Miixa, segura de su respuesta.

La Nutria se aproximó con desconfianza, puso una oreja sobre la bolsita... y entonces lo escuchó. Unos latidos suaves y perfectos, como el ritmo del tambor más antiguo del mundo.

En ese instante, una luz dorada comenzó a escapar por los pliegues del lienzo. El agua burbujeó con alegría, las orquídeas silvestres florecieron como fuegos artificiales silenciosos, y hasta una ceiba espinosa pareció estremecerse de emoción a lo lejos.

La Nutria abrió la boca, asombrada.

—¡Me... encantaaa! —exclamó entre carcajadas—. ¡Esto está mejor que las novelas del mediodía!

Se sacudió el agua, giró con elegancia sobre sí misma, y dijo:

—Vamos. Yo los llevo. Esto hay que verlo con mis propios bigotes.

Y así fue como retomaron el camino, esta vez sobre el agua.

Ischo nadaba con sus patas pesadas, abriendo surcos suaves en el río. Miixa iba montada sobre el lomo elegante de la nutria, sosteniendo la bolsita con ternura.

A ambos lados del caño, las babas tomaban el sol, inmóviles como troncos viejos, pero vigilantes. Desde los árboles altos, los monos aulladores entonaban un canto extraño y profundo, como un himno salvaje.

Y en medio de ese desfile de vida, la luz del Bebé seguía brotando, reverdeciendo los juncos, pintando las flores, haciendo florecer incluso los pensamientos dormidos del monte.

Nadie dijo una palabra durante un rato, porque algo en el aire se sentía sagrado.

La selva escuchaba, el agua brillaba, y el corazón de la historia latía más fuerte que nunca.




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