El viento cambió. Ya no traía miedo ni lluvia, sino olor a mastranto, a cambur maduro, a tierra mojada después del susto.
Miixa y Ischo bajaron por un caminito de piedras planas, bordeado de matas de mamón y ceibas que parecían haber crecido escuchando cuentos.
Delante de ellos, al pie de una loma suave, estaba el pueblo sin nombre.
Casitas de barro y palma, humo de fogón que subía como oración, y en el centro... Un Apamate florecido, todo rosado, como si el cielo hubiese decidido bajar a dormir un rato bajo su sombra.
Allí los esperaba una calma rara, como si el pueblo supiera que algo estaba por llegar… o por regresar.
—Huele a casa… —dijo Ischo, cerrando los ojos.
—Huele a lo que aún no se ha vivido —susurró Miixa, tocando la bolsita que se movía, suave.
Fue entonces cuando el Apamate comenzó a soltar sus flores, una por una, como si las soplara un niño invisible.
Y con cada flor, una tonada vieja flotaba en el aire.
No era música de radio ni de fiesta, era ese cantar bajito de un papá en la tarde, cuando arrulla sin querer:
🎵 “Te traigo un canto del río,
que aprendí mirando el sol,
pa’ que duermas con estrellas
y despiertes con mi voz…” 🎵
La bolsita se estremeció.
Un suspiro tibio salió desde dentro, como si el Bebé recordara esa canción desde antes de nacer.
—¿Lo escuchaste? —preguntó Miixa con los ojos aguados.
—Claro… es el Papá —respondió Ischo—. Él lo está llamando, con el corazón, desde donde esté.
Los animales del pueblo comenzaron a asomarse.
Primero, un par de Morrocoyes viejitos, de caparazón tallado con años, que exclamaron:
—¡Milagrooo! ¡Ustedes escaparon del Jaguar!
—¡Nosotros también! ¡Nos hicimos piedra y el Jaguar pasó de largo!
Luego apareció un Vaquiro redondito, que olía a caña dulce y hablaba como quien tiene prisa, pero no apuro:
—¡Eh vale, qué alegría tan sabrosa! ¡Ese Bebé brilla como luz de cocuy recién nacido!
Y detrás de él, dos Loros escandalosos que chillaban refranes inventados:
—¡Luz que relumbra no se esconde en talego!
—¡Bebé que canta, corazón levanta!
Todos se acercaban, todos traían algo: hojas de cambur para abanicar, guarapos, arepitas de yuca, sombreros de palma.
Miixa e Ischo se sentaron bajo el Apamate.
El pueblo les abrió espacio, como si hubieran esperado ese momento desde hace siglos.
Y mientras la flor que canta soltaba otra tonada al viento, el Alcaraván pasó volando, bajito esta vez, como si no quisiera romper la magia.
—Shhhh… —trino con voz bajita—Falta poco, muy poco.