Esa noche, el cielo se tiñó de cobre viejo y estrellas curiosas.
Miixa e Ischo acamparon al borde del monte, donde la brisa aún olía a mastranto, leña recién cortada, como si contara secretos del tiempo.
Encendieron una fogata.
Las chispas subían al cielo como luciérnagas traviesas, y el calor de las llamas les acariciaba las patas cansadas.
Allí, bajo el Apamate ya dormido y rodeados de plantas frutales y florcitas silvestres, los animales del pueblo se acercaron.
El Vaquiro, los Loros, los Morrocoyes sabios... todos en silencio, miraban con ojos brillantes la bolsita misteriosa.
—¿Qué es eso tan valioso que llevan? —preguntó uno.
—¿Por qué no se quedan? —dijo otro—. Aquí hay calor, hay canto, hay abrazo.
Ischo suspiró. Miixa sonrió con ternura.
—Es un encargo especial —dijo ella—. Uno que nos ha cambiado la vida.
—Y que todavía no ha mostrado todo lo que es capaz de ser —agregó Ischo, mirando la bolsita con ojos de tío orgulloso.
Esa noche, mientras la fogata murmuraba, algo ocurrió.
De la bolsita, sin abrirse, comenzó a emanar una luz cálida, suave, que envolvió a los viajeros en un abrazo invisible.
Sus ojos se cerraron poco a poco, y cayeron en un sueño profundo, tan real como el canto de los grillos.
“En medio del crujido de la leña ardiente, entre los chasquidos de la madera que se quebraba, el Bebé escuchó algo más...Voces dulces, suaves, envueltas en amor.
—Mi amorcito lindo, ya casi estás con nosotros...
—Te soñamos, te esperamos...
—Vas a estar bien, porque ya te amamos sin haberte visto...
Eran los mimos de la Madre.
Sus palabras, sus oraciones.
Como si cada llama llevara un mensaje de su corazón hasta el rincón más cálido de la bolsita.
Y entonces, el sueño se volvió más profundo…
Estaban en una casita de madera rústica.
El viento olía a aserrín y a pan recién horneado.
Un hombre de manos fuertes y corazón blando tallaba madera con paciencia, rodeado de gallinas, gatos y sueños de cedro.
Un Carpintero que hablaba con los árboles y criaba con amor a los animales.
En otra escena, una mujer de sonrisa serena curaba enfermos.
Les cantaba a los niños con la voz más suave del mundo y sanaba con solo tocar.
Era médico del alma y del cuerpo. Una madre con luz en las manos.
Ambos, juntos, esperaban a un pequeño —o a una pequeña— en un hogar lleno de ternura, libros, juegos,
y un amor que crecía como enredadera al sol” …
Miixa despertó con los ojos húmedos.
Ischo se talló el hocico con una ramita.
—¿Lo viste también? —susurró ella.
—Lo vi... y lo sentí —dijo él—. Ese Bebé... ya tiene un hogar, aunque aún no haya llegado.
El fuego ya era ceniza.
El cielo comenzaba a teñirse de oro, como si el sol también soñara con ellos.
Sin palabras, recogieron la bolsita, se despidieron del pueblo que los quiso retener, y caminaron una vez más hacia lo desconocido.
El Alcaraván no apareció, quizás aún dormía. Solo el canto de las aves, el susurro del viento, y esa certeza suave que deja el amor cuando pasa por dentro.
El viaje continuaba…