El Viaje De La Bolsita Misteriosa

Capítulo 10 – La revelación de la bolsita misteriosa

Desde lo alto del último monte, Miixa e Ischo vieron la casita de los sueños.

Una chimenea echaba humo tibio como suspiros.

Un par de perros dormían panza arriba, con la calma de quien ya no teme a nada.

Gallinas y codornices picoteaban sin apuro el suelo fresco.

Y en el jardín, árboles frutales reventaban de mangos, naranjas y guayabas que perfumaban el aire como bendición.

Miixa miró a Ischo…

Ischo miró a Miixa…

Iban a hablar, pero no hizo falta.

—¡Llegamoooos! ¡LLEGAMOOOS! —gritó el Alcaraván dando vueltas emocionado sobre ellos— ¡Esta vez sí es de verdad! ¡Esta vez no me equivoqué!

Con aquel trino alborotado, la puerta de la casa se abrió.

Y allí estaban: la pareja.

Los ojos llenos de asombro.

El pecho lleno de algo que no sabían nombrar… pero que sabían que esperaban desde siempre.

Se acercaron con paso lento, como quien camina hacia un milagro.

No entendían a Miixa ni a Ischo.

Eran animales, claro.

Pero no hacía falta hablar cuando el amor era tan claro como el cielo.

Miixa intentó sacar al Bebé.

Tiró, empujó, giró la bolsita...

Pero el pequeño milagro ya era demasiado grande.

La luz que salía de él era tan intensa que parecía que el sol había decidido habitar dentro.

Fue entonces cuando Ischo, con sus patas grandes pero suaves, sacó un colmillo que usaba como cuchillo.

Y con todo el cuidado del mundo, hizo un corte en el saquito.

—Con permiso… —susurró.

Y de adentro, como saliendo de un rayo de sol, apareció el Bebé.

Cubierto por una luz resplandeciente, serena, viva.

Un puñito se alzó al aire, como aquel primer día.

Un bostezo hizo temblar las hojas del níspero.

La nueva Madre temblaba al recibirlo.

Sus ojos eran agua y fuego.

Lo alzó.

Lo abrazó.

Y al acercarse a su compañero, los dos se abrazaron con el Bebé en medio, como si el universo les hubiera dicho que ya eran familia desde mucho antes.

—Gracias —dijeron a los animales, con una voz que no necesitaba traducción—. Gracias por traerlo.

Y luego, con voz firme y tierna, dijeron juntos:

—Se llamará... GINEBRA AMÉLIE.

El Alcaraván lloraba, o al menos eso parecía, porque los ojos le brillaban como espejo de luna.

Miixa e Ischo se sentaron al borde del jardín. Miraron al horizonte.

Y por primera vez en mucho tiempo… ya no sentían el peso del viaje.

Solo la certeza de que habían cumplido una gran misión.

Porque a veces, los caminos más largos… llevan a los milagros más pequeño…




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