El calor de Caracas no era un calor vivo. No era el sol del mediodía que te quemaba la piel en la playa. Era un calor pegajoso, un sudor que se adhería a tu espalda como un fantasma. Jesús lo sentía en cada rincón de su pequeño apartamento, un espacio que se había convertido en una tumba de ladrillos y cemento. La nevera vibraba con un zumbido ronco, un sonido de cansancio que le recordaba al suyo. Sobre el fregadero, una gotera marcaba un ritmo lento, como el tic-tac de un reloj que se había roto.
Se sirvió un café aguado, lo último que le quedaba en el paquete. Se sentó a la mesa y se quedó mirando su reflejo en el líquido oscuro. No se reconocía. Sus ojos estaban hundidos, su barba sin afeitar, y una línea de preocupación se había marcado en su frente. Su teléfono, un viejo modelo que ya no recibía llamadas, yacía en la mesa. A veces, imaginaba que vibraba, que recibía una llamada de trabajo, una llamada de su casero para decirle que no tenía que pagarle, una llamada de su vida, que lo llamaba de vuelta. Pero el teléfono permanecía tan muerto como sus esperanzas.
A través de la ventana, podía escuchar las risas de los niños en la calle. Un vendedor ambulante gritaba un precio, y la música de un carro que pasaba llenaba el aire. La ciudad estaba viva. Demasiado viva para él. Jesús había dejado de ser parte de ese ritmo. Se había aislado en su apartamento, un lugar donde su fracaso era un secreto a voces. La semana pasada, el dueño del edificio había pasado por su puerta y le había lanzado una mirada que no necesitaba palabras para decir lo que pensaba. Jesús había ignorado la mirada. Ya no le importaba.
Un recuerdo de su exnovia, Ana, lo golpeó. Ella había dicho que él no tenía futuro. En ese momento le había dolido, pero ahora se daba cuenta de que tal vez tenía razón. Había pasado de un trabajo a otro, de un fracaso a otro. Había intentado ser escritor, artista, diseñador, pero todo lo había dejado a medias. Era un hombre de promesas rotas, y lo sabía.
Justo cuando estaba a punto de terminar su café, su teléfono sonó. No era una llamada, era un mensaje de texto. El nombre de Teresa apareció en la pantalla. "Hola, Jesús. ¿Cómo va tu día?".
Un rayo de sol se filtró por la ventana, justo en el momento en que Jesús sintió una punzada de esperanza en su pecho. Teresa. Era un nombre que le recordaba el mar, la arena, el sol. Se habían conocido en un grupo de apoyo en línea, un lugar para personas que se sentían perdidas. Ella vivía en una ciudad lejana, pero sus palabras tenían el poder de transportarlo a otro mundo.
Jesús le respondió: "El día va... lento. ¿Y el tuyo?".
Teresa respondió de inmediato: "El mío va bien. Hoy encontré una canción que creo que te encantará". Y le envió un enlace a una canción de un artista que él no conocía. Le dio clic y la música, suave y melódica, inundó el espacio. El sonido de la gotera pareció menos molesto. La vibración de la nevera se sintió más lejana.
Jesús cerró los ojos y se dejó llevar por la música. Sintió que no estaba solo. En ese instante, se dio cuenta de que Teresa no era solo una amiga en línea. Era un salvavidas. Y lo único que quería era aferrarse a ella.
#511 en Thriller
#242 en Misterio
#183 en Suspenso
suspenso drama, horror psicolgico y gore, misterio amor tragedia
Editado: 05.09.2025