Los días se convirtieron en un ciclo de mensajes. El teléfono de Jesús, que antes había sido una lápida de su soledad, ahora era una fuente de vida. Cada mañana, lo primero que hacía era buscar el mensaje de Teresa. Sus palabras eran como un vaso de agua fría en el sofocante calor de Caracas.
Hablaban de todo. De la música que compartían, de los libros que les gustaban, de la historia que los había llevado hasta ese punto. Jesús, que nunca hablaba de su fracaso, se abrió a ella. Le contó sobre sus sueños rotos de ser artista, sobre su intento de ser escritor, sobre el peso de las deudas. Y Teresa, en lugar de juzgarlo, le respondía con una sinceridad que lo desarmaba.
“Todos tenemos fracasos, Jesús”, le escribió un día. “Lo importante es lo que haces con ellos. Los fracasos son como las cicatrices, te recuerdan que sobreviviste a algo”.
Esas palabras resonaban en su cabeza. Teresa no solo lo escuchaba, lo entendía. Sus conversaciones eran un oasis en el desierto de su vida. Por las noches, cuando el calor lo mantenía despierto, él le enviaba audios. Le contaba sobre su día, sobre el sol que se ponía detrás de su ventana, sobre la soledad que sentía. Ella le respondía con audios largos, con su voz suave y melódica, que le hacía sentir que no estaba solo. Le contaba sobre su ciudad, que era muy diferente a Caracas, con un clima más fresco y un cielo más azul.
Un día, le envió un audio que lo conmovió profundamente. “¿Sabes qué, Jesús?”, dijo su voz. “Creo que te mereces algo mejor. Te mereces que te pasen cosas bonitas. Te mereces a alguien que te quiera”.
Esas palabras le dolieron, pero a la vez lo llenaron de una esperanza que lo asustaba. Se había acostumbrado a la tristeza. La esperanza era una sensación desconocida.
Al día siguiente, cuando el calor era insoportable y la humedad del aire le pesaba en la piel, Jesús decidió hacer algo que no había hecho en mucho tiempo. Salió de su apartamento. Se fue a un café con aire acondicionado y pidió un café con leche. Mientras esperaba, miró a su alrededor. Vio a una pareja riendo en una mesa, a una anciana leyendo un libro, a un grupo de jóvenes discutiendo animadamente. El mundo que antes le parecía hostil, ahora le parecía habitable.
Mientras tomaba su café, su teléfono vibró. Era un mensaje de Teresa. “Estoy pensando en ti”, decía. Y adjuntó una foto de una flor que había encontrado en su jardín. Era una flor pequeña, de un color violeta intenso. Jesús sonrió. Por primera vez en mucho tiempo, sintió que el mundo no lo había olvidado por completo. Sentía que había un hilo que lo conectaba con el mundo exterior, y ese hilo se llamaba Teresa.
A partir de ese día, su vida comenzó a cambiar. Se afeitó, compró café de mejor calidad y empezó a limpiar su apartamento. Todavía no era feliz, pero ya no era un fantasma. Estaba vivo. Y esa vida tenía un nombre. Teresa.
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Editado: 05.09.2025