El Viaje De La Nada

Capítulo 4: El Interior Del Tren

Jesús entró en el vagón y la puerta se cerró detrás de él con un sonido metálico y final. El olor era el de una tumba. No a moho ni a tierra, sino a algo más antiguo, a metal oxidado y a recuerdos. La oscuridad era casi total, solo rota por una luz mortecina que provenía del techo, tan débil que apenas le permitía ver sus propias manos. El frío era un personaje más, un frío que no venía del aire, sino que parecía emanar de las paredes del tren. Era un frío que le congelaba los huesos, pero sobre todo, le congelaba la memoria.
Trató de encender la luz de su teléfono, pero la pantalla se había vuelto negra, un espejo de su propio vacío. Se sentó en uno de los bancos de metal, tan frío que le quitó el aliento. En la penumbra, pudo ver los contornos de los otros pasajeros. No eran personas. Eran siluetas grises, estatuas de sal que no se movían, que no parpadeaban. Una mujer con un vestido de los años veinte, un militar con un uniforme antiguo y un niño con un oso de peluche. Ninguno de ellos lo miraba, simplemente estaban ahí, perdidos en su propio olvido.
El tren se puso en marcha sin un sonido, sin un traqueteo, como si se deslizara por la nada. Jesús se preguntó si era una ilusión, si se había quedado dormido en la estación. Pero el frío y el olor a cementerio eran demasiado reales.
El militar se movió. No levantó la cabeza, no parpadeó. Solo movió un brazo, una articulación que chirrió como una puerta oxidada. Luego, una voz que no venía de él, sino de la nada, susurró en la oscuridad.
“La batalla que nunca se libra es la más amarga”, dijo la voz. “La victoria que no buscas es el fracaso más grande”.
Jesús se aferró a su libro. Lo levantó, esperando que la luz de la estación, que ya no existía, lo iluminara. Trató de gritar, pero su voz no salió. Su garganta se había secado. El militar lo miró por un segundo, sus ojos eran dos agujeros negros en la oscuridad.
Luego, la mujer se movió, y un susurro se hizo oír: “Un amor roto es un recuerdo que te persigue hasta el olvido”.
Jesús sintió una punzada en el corazón. Pensó en Teresa, en las promesas que se habían hecho. ¿Qué pasaría con ella? ¿La olvidaría? El viejo no le había dicho que el tren se llamaba así por los que viajaban en él, sino porque los que viajaban en él eran olvidados.
En la oscuridad del vagón, el niño con el oso se movió. El susurro que salió de él fue el más aterrador de todos. "Te he esperado toda mi vida", susurró. Y luego, una frase que le congeló la sangre a Jesús: "Solo quería un juego más".
El corazón de Jesús se desbocó. El frío y la oscuridad le parecieron más intensos. Los pasajeros no eran personas, eran espejos de sus propios miedos, y el tren no era un vehículo, era una prisión. Y el viejo, la última persona que había visto, le había tendido una trampa que ahora no podía escapar. El tren se alejaba de la realidad, y con cada segundo, Jesús se sentía más lejos de sí mismo.




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