El tren seguía avanzando por la oscuridad, y el sonido del viento que se colaba por las grietas del vagón era el único que se oía. Jesús no tenía la fuerza para moverse. Su cuerpo se sentía pesado, como si el frío se hubiera apoderado de sus huesos. Las siluetas de los otros pasajeros se alzaban como estatuas de la desesperación.
El militar fue el primero en moverse. Levantó su cabeza y un sonido metálico y oxidado resonó en el vagón. Sus ojos, dos cuencas vacías, se encontraron con los de Jesús. No había odio, no había dolor. Solo una profunda indiferencia. Su voz, una mezcla de metal oxidado y susurro, llenó la oscuridad.
“La verdadera guerra no está en el campo de batalla”, dijo. “La verdadera guerra es la que se libra en tu cabeza. Y la perdiste, ¿verdad? Te rendiste. Te rendiste a la idea de que no eras lo suficientemente fuerte, ni lo suficientemente valiente, ni lo suficientemente bueno. Y el olvido te dio la bienvenida.”
Jesús sintió una punzada de dolor. El militar no hablaba de una batalla real. Hablaba de la batalla de su vida. El fracaso de su carrera, el miedo a no ser suficiente. El militar se alejó, su figura desvaneciéndose en la oscuridad del vagón.
Luego, la mujer del vestido de los años veinte se acercó. Sus pasos no hacían ruido. Su vestido, una tela fantasmal, se movía como una nube. Su voz era un eco de un amor perdido, de una promesa rota.
“El amor no es una promesa que se hace, es un recuerdo que se comparte.” dijo, con una voz triste y melancólica. “Y cuando se rompe un recuerdo, se rompe el alma. Esperé un amor que nunca llegó. Y con cada día que pasaba, el recuerdo de ese amor se hacía más débil. Hasta que solo quedó el olvido.”
Jesús sintió un escalofrío. Pensó en Teresa, en las promesas que se habían hecho, en la esperanza que ella le había dado. El militar le había recordado su fracaso. La mujer le había recordado el amor que nunca tuvo, la esperanza que estaba a punto de perder. La mujer se alejó, y su figura se desvaneció en la oscuridad, dejando un rastro de un perfume antiguo y olvidado.
Solo quedaba el niño. Su rostro no tenía expresión, su oso de peluche parecía tan viejo y gastado como él. El susurro que salió de él fue el más aterrador de todos. “Solo quería un juego más”, susurró. “Pero nadie quiso jugar. Y el olvido fue el único que me abrazó.”
Jesús se aferró a su libro, el único objeto que le quedaba de su vida. El niño no le estaba hablando de un juego. Le estaba hablando de su miedo a la soledad, de la pérdida de la inocencia, del miedo a ser abandonado.
Los pasajeros eran fantasmas de sus miedos, almas atrapadas en el purgatorio de sus propios fracasos. Y el tren no iba a ninguna parte. Solo se alejaba de la realidad, de la vida, de todo. Y a cada segundo que pasaba, Jesús sentía que su propia memoria se hacía más débil.
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Editado: 05.09.2025