El Viaje De La Nada

Capítulo 7: La Estación Del Olvido

El tren se detuvo. No había un sonido, no había un chirrido de metal, no había una bocina. Era el silencio más profundo que Jesús había escuchado en su vida. Miró por la ventana, pero solo había una niebla espesa y gris que lo cubría todo. La niebla no era solo un efecto visual. Era la esencia del olvido, una sustancia tangible que se pegaba a las ventanas y se colaba por las grietas.
La puerta del tren se abrió, y una ráfaga de aire helado le golpeó la cara. El frío era un castigo. Jesús se bajó del tren, y sus pies se hundieron en una arena húmeda y fría. La estación no tenía nombre. Solo una banca de metal, oxidada y solitaria, y una lámpara que emitía una luz amarillenta y triste. El tren se disolvió en la niebla, dejando a Jesús solo en medio de la nada.
Se dio cuenta de que no sentía nada. El miedo, la tristeza, la esperanza, todo se había desvanecido. Era como si su alma se hubiera quedado en el tren. Se sentó en la banca, y por primera vez en mucho tiempo, sintió una paz extraña. No una paz de felicidad, sino una paz de resignación.
De repente, una figura borrosa se acercó a él. Era su madre. Su rostro era un recuerdo borroso, sus ojos no tenían expresión, su boca no tenía palabras. Jesús trató de levantarse, pero su cuerpo no le respondía. Intentó hablarle, pero su voz no salía. Se dio cuenta de que su madre lo miraba, pero no lo veía. Era como si él fuera un fantasma para ella.
Otra figura borrosa se le acercó. Era su padre. Sus ojos no tenían expresión, su boca no tenía palabras. Jesús trató de tocarlo, pero su mano lo atravesó. Su cuerpo era intangible. Él era un fantasma, no para él mismo, sino para su propia familia.
El terror regresó. No un terror de miedo, sino un terror existencial. No tenía identidad, no tenía nombre, no tenía rostro. Era solo un fantasma en el purgatorio de sus propios recuerdos. Su familia, las personas que lo amaron, lo habían olvidado.
La niebla se volvió más espesa. Jesús se dio cuenta de que su propio cuerpo se estaba desvaneciendo. Su mano, su brazo, su pecho. Todo se estaba volviendo más y más intangible. El olvido lo estaba devorando.
Y luego la vio. La figura de Teresa, parada en la niebla, con una flor violeta en su mano. Ella no estaba borrosa. Su rostro era claro. Sus ojos lo miraban con una expresión de dolor.




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