Llevaba días sin armar una buena oración. Tardes, mañanas y noches de frustración detrás de un escritorio, tratando de poner las palabras juntas para escribir una buena historia. Y no solamente detrás de un escritorio, no. Eso me parecía un poco rutinario y deprimente; yo escribía en mi cama, en la cocina, en el suelo, en el sofá, en el baño (sí, el baño)- solamente no lo hacía en mi regadera por cuestiones técnicas. Pero si hubiera podido, fácilmente habría estado en la lista también. Y ahora, nada. Digo, seguía haciendo un buen trabajo en el periódico, pero yo me refería a algo mío. Una creación personal- mía, de mí, para mí, por mí. Lo último que había hecho era terminar mi primer libro, y cuando decidí mostrarlo, fue prácticamente desechado. Y claro, habría podido enseñárselo a otras personas para tener puntos de vista distintos, pero desde aquel día en que Elena me lanzó todas esas críticas como ladrillo a la cara, me tenía dominada la inseguridad. Ya era un hecho que nunca le enseñaba mis escritos personales a nadie (aunque fueran de mi entera confianza); en ese momento después del suceso con mi jefa, menos. Me daba pánico.
Lo complicado viene cuando nadie te advierte sobre lo difícil que es escribir un libro. Claro, solo había escrito uno, y no es como que fuera del ancho del de IT de Stephan King, pero consideraba que era un número de páginas decente. La fatiga del bloqueo escritor, las noches en vela tratando de encontrar esa idea que revolucionará la historia por completo, esos giros inesperados que tanto tardas en armar, “tengo la idea pero no sé cómo ponerla en palabras”, los perfiles de cada uno de los personajes, el sentimiento a transmitir,… una vez que pierdes de vista aspectos como estos, tu historia comienza a desbordarse. Y tu te quedas estancado en ese ir y venir de correcciones, dudas e inseguridades… ¿hice un buen trabajo? ¿Se entiende lo que quiero decir? ¿Transmite lo que quiero que transmita? ¿Les va a gustar a los demás? ¿Y si no lo logro? ¿Y si fracaso? Y si, y si, y si… al final, optas por cerrar la computadora con un largo suspiro de frustración para “continuar mañana”.
Aunque no siempre era así. Algunas veces, luchaba contra esa frustración, contra los miedos e inseguridades, y escribía aunque fueran unas cuántas páginas, unas cuántas palabras. Algo que me hiciera sentir menos estancada, menos cobarde.
¿Qué te da miedo, Roma? ¿Escribir algo tan malo que te confirme el fracaso que eres? Ya te sientes uno, ¿no? Qué mas da entonces. Si no lo intentas nunca vas a comprobar que lo eres. O… ¿desmentirlo?
Les presento a Sonriente. Mi vocecita interna no (tan) positiva. Era como mi diablito en el hombro, excepto que, en esta extraña y curiosa imaginación, se veía más bien como el gato de Alicia en el País de las Maravillas; de ahí el nombre Sonriente. Sí, así es. Mi película favorita es Alicia en el País de las Maravillas. Y sí, lo sé- seguramente si imaginaba un gato sonriente de colores extravagantes y sonrisa deslumbrante en mi hombro cada vez que una voz extraña me hablaba al oído… era porque había perdido la cabeza. Debía estar loca- demente. Pero bueno, las mejores personas lo están.
Opté por la opción A: cerrar la computadora con un largo suspiro de frustración. Me froté la cara, desilusionada por no haber podido escribir, dejando la página completamente en blanco. Ni un título, ni una frase, ni una palabra. Nada. Me levanté de mi silla y caminé unos cuantos pasos hacia mi cama, en donde me dejé caer rendida. Era un domingo por la madrugada (eso explicaba mi cansancio), y era perfectamente consciente de que debería de haber estado durmiendo, no haciendo intentos fallidos de escritora. Miré el reloj que descansaba sobre mi buró. 3:56 am. Mierda. Ya van a dar las 4. No es que fuera doña perfecta y no pudiera desvelarme, pero al día siguiente en la mañana tenía una plática a la que asistir. Uno de mis autores favoritos iba a ir a Barcelona, y no podía perder la oportunidad de verlo. Aunque no les voy a mentir, tenía un poco de miedo de ir. La frase nunca conozcas a tus ídolos, había estado bastante presente en mi cabeza durante el transcurso de esa semana. Pero claro, no por eso no iba a ir a verlo.
Intenté dormir, di vueltas y vueltas en la cama, y simplemente no pude concebir el sueño. No es que sufriera de insomnio ni nada por el estilo, simplemente ese día… no pude dormir.
Volví a mirar el reloj. 6:34 am. Bueno, era momento de parar de intentar. Decidí levantarme y tomar una ducha, sentirme un poco productiva antes de comenzar el día. Aunque probablemente esa productividad no me duraría mucho, pues alrededor de las dos de la tarde, estaría dormida boca abajo con media pierna salida del sillón.
La plática era hasta las 11 de la mañana, así que tenía bastante tiempo para hacer algunas cosas y prepararme antes de salir. Tomé una ducha, me preparé mi café favorito, me hice unas quesadillas de desayuno, tomé un jugo multi vitamínico (mi papá insistía en que tenía que mantenerme sana, y que esos jugos eran mágicos), adelanté un poco de trabajo -sí, en domingo-, y después de un rato, me senté en el sillón a ver unos capítulos de mi serie.
Aún tenía tiempo, así que todo estaba perfectamente calcula…
-¡Mierda, carajo, no, no, no!- Me levanté de un golpe, despertando de mi profundo y largo sueño. Tomé mi celular para ver la hora: 11:46. -Miiiiiierda.
Como si de pronto existiera la teletransportación, en menos de un minuto después, ya me encontraba fuera de mi departamento, corriendo hacia la estación de metro. Hice mi mayor esfuerzo para llegar, aunque fuera solo al cierre de la plática. No podía creer que me había perdido ese evento. No lo podía creer. Es decir, cuánto tiempo esperando para conocer a uno de mis escritores favoritos, y me quedo dormida. ¡Dormida! Eso no era normal. Cualquier persona sana del cerebro se habría puesto una alarma. Digo, no es que estuviera planeando dormir, iba a ver una película, pero entendiendo el cansancio que tenía por no haber dormido en toda la noche, era más que obvio que existía la posibilidad de que algo así pasara. Y existía a la milésima potencia.