{ TREINTA Y TRES }
Ese día, llegué a casa del trabajo exhausta y hambrienta. Rogué con todas mis fuerzas que Nadie hubiera hecho algo de comer, y el universo escuchó mis plegarias.
-¿Cómo te fue?- Preguntó Nadia desde la cocina. No sé qué estaba cocinando, pero olía delicioso. Los últimos días, mi amiga había estado cocinando prácticamente durante todos los ratos libres que tenía, excepto cuando se bañaba y dormía (obviamente). Eso la ayudaba a lidiar con el estrés de la situación que estaba viviendo en esos momentos. Y a mí… bueno, la verdad es que no me quejaba.
-Del carajo.- Dije, sentándome en una de las sillas de la islita en la cocina. -Mi jefa está segura de que van a cerrar Énfasis. Me la pasé enviando currículums el día entero, y esquivando a Iván. Según él, nuestra mejor ocpión está en convertirnos en asistentes personales.- Repetí las ultimas dos palabras con desagrado. No es que odie a los asistentes personales, simplemente no quería ese trabajo y punto.
-Hice dos pizzas caseras y una ensalada. Nuestro vino favorito está en el refrigerador, por si quieres servirte una copa.- Volteó a verme, una pala para mezclar la ensalada en cada mano. -O dos.- Me guiñó el ojo.
Esa era la forma de Nadia de apoyarme. Su lenguaje de apoyo, amor, y básicamente cualquier emoción, era la comida. De nuevo- no me quejaba.
-Gracias, te adoro.- Dije, pero en vez de servirve el vino, abrí el refrigerador y tomé el jugo de durazno para servirme un vaso.
-¿Cómo te fue a ti? ¿Qué tal está todo?- Pregunté, obviando al tema al que me refería.
-Todo normal.- Se limitó a responder y siguió mezclando la ensalada.
-No quieres hablar de eso, ¿verdad?- Pegunté con una sonrisa triste y torcida.
Nadia solo asintió.
-Okey.- Dije y me acerqué a ella. Le rodeé los hombros con el brazo y le planté un beso en el cachete. -Entonces dime, ¿qué peli vamos a ver hoy?
Mientras Nadia terminaba de ver su película favorita, El Rey León; llevé nuestros platos a la cocina y los lavé. Guardé lo que quedó de la pizza en un contenedor, lavé los sartenes y me aseguré de que quedara todo limpio. Cuando por fin terminé, regresé al cuarto de televisión. Nadia ya se había quedado dormida, así que, sin querer despertarla, le puse una colcha encima y apagué la televisión. Regresé a mi cuarto sin hacer ruido, cerré la puerta detrás de mí y me fui a sentar a mi escritorio. Prendí la lamparita verde que tenía, y abrí mi computadora. Justo cuando estaba a punto de abrir mi correo, mi celular empezó a vibrar.
Era David.
-¿Bueno?- Contesté.
-Perdón por no llamar antes, estaba ocupado.- Qué raro. -¿Cuál era la urgencia?
-Necesitamos vernos. Quiero hablar contigo en persona.
-¿Hablar?- Preguntó con un tono…
-¡Agh!- Exlamé y escuché una risa. -No seas malpensado. Es enserio, necesitamos hablar.
-Está bien. ¿Puedes hoy en la noche?
-¿Noche? Ya es de noche.- Dije, frunciendo el seño.
-Me refiero a más tarde, todavía tengo unos pendientes.
-Bueno, pero no muy tarde. ¿A las nueve?
-Okey.
-Espera, espera. ¿En dónde nos vemos?
Volví a escuchar su risa al otro lado de la línea.
-Creo que ya sabes la respuesta, ¿no?
Dos horas después, ya estaba sentada en uno de los taburetes de la barra del bar de Marco. Como aún hacía frío en la ciudad, me puse un conjunto caliente- traía puestos unos jeans negros pegados, que muy a mi satisfacción, resaltaban mi bonita figura; una camisa blanca de manga y cuello largo con chamarra de cuero negro, aretes de aro, labios de mi color natural pero humectados, pómulos de un rosa suave, y claro, una máscara de pestañas que resaltaba mis ojos. El pelo lo traía como más me gustaba- lacio y corto, cayendo justo a la altura de mi mandíbula.
No es por nada, pero me veía guapísima.
Había llegado diez minutos después de la hora acordada porque, bueno, siempre he sido alguien a quien le cuesta trabajo ser puntual- excepto cuando se trata de cosas de trabajo. Pensé que David ya iba a estar esperándome ahí, pero no había llegado, lo que me alivió y molestó en partes iguales, pero pensé que quizá tampoco era bueno con la puntualidad. Y cómo no, en vez de esperarlo como tonta, me pedí un gin & tonic con jugo de limón y albahaca. Quéjense todo lo que quieran, pero es la cosa más rica que van a probar en toda su vida. El vodka de mandarina ya no era mi trago favorito; no después de esa horrible borrachera que me puse. Ahora ni siquiera puedo olerlo, porque me dan arcadas. Es algo así como un PTSD etílico.
No fue necesario voltearme para saber que David ya había llegado. Su olor a colonia (que empezaba a volverse una adicción), invadió todos mis sentidos. Cuando me di la vuelta para saludarlo, las palabras se me atoraron en la garganta. Llevaba unos jeans de color azul clásico, botas y cinturón negro, una chamarra de cuero café oscuro, y abajo, un camisa de cuello alto negra. También llevaba el reloj tan bonito de correa café oscuro que vi el día que lo conocí en el bar.