El Viaje y otros cuentos

El día que un gato cambió el mundo

Los humanos son divertidos.

Hablan, ríen, gritas y lloran, creyendo que son los únicos que pueden entender esos sentimientos. Caminan y correr, pasando en frente mío sin notar que estoy justo aquí mirándolos y escuchándolos… y sintiendo. Todos nosotros, en realidad. Siempre mirando y escuchando, incluso cuando no quieren decir nada. Siempre dicen que los perros son sus mejores amigos pero nosotros… Nosotros los conocemos mejor que nadie. Nosotros sabemos.

La ciudad es enorme, brillante y aturdidora. Los humanos caminan y corren, y a veces vuelan en esos coches nuevos. Mi padre siempre solía decir que recordaba cuando los coches solían caminar como nosotros, con cuatro patas redondas. Él solía decir que los coches voladores eran mejores, porque son menos ruidosos y olorosos, pero para mí siempre han sido enormes y estúpidas cagas de metal. No importa si vuelan o caminan.

A veces me gustaría volver en el tiempo, a las épocas en las que nada de esta ciudad existía y observar a los humanos. Quizás en esas épocas se preocupaban más por nosotros y menos por esas estúpidas cajas de metal.

Y los robots, ¿en qué estaban pensando? Nosotros estábamos aquí, todavía estamos, pero no, ellos hicieron esos robots que lucen como nosotros por alguna razón. No puedo pensar en una buena razón, a decir verdad. Nosotros ya somos perfectos, así que una versión mejorada es simplemente imposible. ¿Quizás querían una versión más dócil de nosotros? Eso es simplemente… inocente. Somos “domésticos” pero no idiotas, como los perros. Algún día voy a romper personalmente -¿gatonalmente?- uno de esos gatos robots y entonces se van a dar cuenta de cuan tonta fue la idea de hacer robots así.

¿Saben qué? Olvídenlo. No será algún día. Sera hoy.

Pero primero necesito un plan, porque no tengo idea alguna de dónde encontrar uno de esos robots. O varios de ellos. Si quiero que los humanos entiendan el punto, tendré que hacer esto a lo grande. Y la ciudad es demasiado grande para recorrerla por mí mismo. Aunque cueste admitirlo, solo soy un pequeño gato. Pequeño y adorable, y aunque es una desventaja en términos de movilidad por la ciudad, es una gran ventaja en términos de interacción con los humanos. Porque no importa qué tipo de humano sea, nadie puede resistirse a ciertas cosas.

Es fácil pasar de invisible observador a pequeño animalito necesitado de amor. Algunos maullidos, un poco de ronroneos, refregarse contra una pierna o mano, mirarlos a los ojos como si hiciera varios días que no comes… ¡y listo! Una jovencita me alza, pregunta a su madre si pueden llevarme a casa y ya estoy dentro de una caja de metal voladora en camino. Con suerte, podré ver o escuchar algo acerca de los catbots que me de pistas sobre dónde encontrarlos.

El viaje en la caja voladora es inexplicable, una sensación que jamás había experimentado, ni siquiera al estar mirando hacia abajo desde un balcón elevado. Era como si la totalidad de mis huesos vibraran por el movimiento, como si cada una de las fibras de mi pelaje se erizaran por la velocidad o la altura. Y el paisaje. Oh, el paisaje. Los edificios elevándose hacia el cielo, repletos de luces. Los carteles holográficos iluminando el camino invisible por el cual íbamos. Los puentes peatonales cruzando peligrosamente de edificio a edificio, siendo rodeados por los conductores de formas que, a veces, no parecían nada seguras.

Uno de los carteles captó particularmente mi atención, siendo de un robot gato que repetía una y otra vez el mismo gesto, moviendo su cabeza a un lado y luego regresándola al centro, maullando. No podía escuchar el maullido, pero su boca se movía de la misma forma que la mía y la de todos al maullar, por lo que era fácil saber qué era lo que hacía. A su lado, había un número de muchas cifras que no tenía sentido para mí. Aun así, procuré recordar la imagen del cartel, ya que sabía que los humanos solían identificar las cosas con pequeñas imágenes como esa. Y si podía volver a encontrar esa imagen, estaba seguro encontraría a los catbots.

La caja de metal se detuvo al cabo de un rato en un edificio indistinguible del resto y todos bajamos. La niña que me sostenía tuvo la brillante idea de acariciarme la cabeza mientras caminaba, por lo que no pude evitar comenzar a ronronear. Las caricias eran mi debilidad, y para los míos en general, a decir verdad. No era algo fácil de resistir.

Dichas caricias fueron las que me distrajeron de tal forma que apenas noté cuando llegamos a la -suponía- casa de aquellos humanos. Para mi sorpresa, no era la única mascota allí. Apenas la niña me dejó en el suelo, un perro me saltó encima con su enorme hocico lleno de baba y sus grandes patas. Automáticamente, mis uñas terminaron clavadas en su nariz, pero no pasó mucho hasta que ambos estuvimos a una distancia razonable, fuera de peligro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.