Otra vez el mismo sitio inundado de luz. Bajo sus pies notaba cómo el suelo era una capa invisible en la que pisar sin miedo, una capa que la separaba de la misma luz blanca, esponjosa y radiante que la rodeaba por completo.
Nathaly giró en el sentido de las agujas del reloj mientras se preguntaba qué lugar era ese, pues no era capaz de llegar a notar sus límites para hacerse una idea aproximada de lo grande que era. Cuando completó la vuelta, se dio cuenta de que, a lo lejos, había algo ovalado de un blanco que no resplandecía. Al no conseguir ver de qué se trataba, avanzó hacia allí sin quitarle el ojo de encima y, poco a poco, fue tomando forma: una abundante melena apareció en un extremo y, pasos después, unas alas ya estaban cubriendo su cuerpo. Con la impresión marcada en su rostro, Nathaly se paró; su corazón se aceleró y su cuerpo se estremeció.
—¿Arwok?
A pesar de la suavidad en su tono, el animal se percató de su voz y levantó la cabeza. Su espesa melena giró y, en cuanto la vio, se levantó.
—¡Arwok! —gritó Nathaly, echando a correr de inmediato.
—¡Nathaly! —exclamó el animal, con la misma alegría que ella.
Lo que parecía un pequeño y suave gatito peludo acabó siendo un enorme león blanco de abundante melena, con un par de generosas alas blancas a la espalda y unos ojos azules tan claros como los de ella. Sus patas, veloces como el viento, no eran capaces de arrancarle al suelo ni un mísero sonido.
De repente, un fugaz destello partió el aire, haciendo que Nathaly aminorara el paso y terminara parándose. Lo que había visto no le había dado buena espina, así que, sin perder más tiempo, extendió las manos hacia delante y avanzó con cuidado. Tal y como pensó, se chocó con una especie de pared invisible a los pocos pasos. No era dura, pues lograba hundir un poco los dedos, pero cuanta más fuerza hacía, más la rechazaba.
—¿Un campo de fuerza? —reflexionó extrañada.
—Nathaly. ¿Dónde estás? ¡Nathaly! —se empezó a desesperar el animal, que no movía la boca salvo para expresar pequeños rugidos.
—¡Arwok, estoy aquí! —contestó, golpeando el campo de fuerza con la palma de las manos.
Arwok miró a un lado y después a otro, buscándola en cada rincón de aquel luminoso lugar. Nathaly se frustró. ¡Estaban a un mísero metro de distancia! Sintió tanta rabia por ello que tuvo que retener las lágrimas mientras seguía intentando llamar su atención.
—¡Arwok! —Golpeó la pared invisible que los separaba con fuerza cuando vio que se alejaba a paso ligero—. ¡Arwok, no te vayas!
Pero Arwok no la escuchó, y Nathaly, de la rabia y la impotencia que sintió, cerró los ojos y deslizó sus puños hacia arriba. Cuando estos quedaron por encima de su cabeza, los apretó con fuerza, cogió impulso y gritó:
—¡MALDITO CAMPO DE FUERZA!
Golpeándolo con todas sus fuerzas, una ráfaga de viento se expandió a su alrededor junto con pequeños y finos destellos que, en lugar de caer, flotaron por unos segundos y desaparecieron sin más. Nathaly, al instante, comprendió que había logrado romper la barrera.
—¡Arwok, vuelve! —Nathaly salió corriendo tras él—. ¡Espera!
Nathaly se esforzó en correr lo más rápido que pudo para intentar alcanzarlo, pero a los pocos metros tropezó y cayó al suelo. Viendo que las piernas se negaban a obedecerla y que Arwok ya estaba demasiado lejos, empezó a llorar por pura rabia y desesperación.
—No te vayas, Arwok... —musitó—. ¡ARWOOOK!
En ese momento Nathaly despertó.
—¡NO! —estalló angustiada, incorporándose en la cama de golpe.
Con la respiración agitada, Nathaly cerró los ojos en un intento de calmarse. Todo había sido un sueño, pero había sido tan real... Igual de real que estar escuchando los tacones de su tía en ese mismo instante.
Nathaly se asustó nada más darse cuenta de que los pasos apresurados de su tía sonaban muy cerca de su habitación. Su cuerpo, que entró en tensión al momento, quiso retroceder, pero, antes de que le diera tiempo a moverse, Sara entró por la puerta como un huracán.
—¡NATHALY! —gritó Sara, yendo directa hacia ella—. ¡Maldita niña escandalosa! ¿Cómo se te ocurre gritar de esa forma? —Le pegó en los brazos una y otra vez.
—Lo siento, ¡de verdad que lo siento! —dijo Nathaly, mientras mantenía su rostro a salvo. Consiguiendo agarrar sus muñecas, añadió aprisa—: Te juro que no lo he hecho a propósito. ¡Lo juro!
—¿Cuántas veces te tengo que decir que en esta casa no se grita de ese modo, eh? ¿CUÁNTAS? —exclamó furiosa, soltándose de un tirón.
—Pero yo no puedo controlar mis sueños, tía Sara —comentó nerviosa. Al ver que alzaba la mano derecha, Nathaly se cubrió de nuevo la cara y exclamó—: ¡Lo siento!
—Disculparte no te servirá de nada la próxima vez que te atrevas a hacerlo de nuevo —dijo Sara, amenazándola con el dedo—. ¡Quedas avisada!
Dando un portazo, Sara se marchó con la marca de su pintalabios favorito recorriendo toda su mejilla izquierda. Nathaly quiso restarle importancia a lo sucedido y olvidarlo cuanto antes, pero, al imaginarse cómo el rostro de su tía había acabado así, casi se echa a reír a carcajadas.
—¡Vístete ahora mismo y baja a desayunar! —gritó su tía desde el baño, provocando que Nathaly se sacudiera del susto.
—¡Voy, tía! —contestó, levantándose de la cama.
Cogiendo el chándal azul marino que utilizaba los días de educación física, Nathaly se vistió. Una vez que terminó de atarse los cordones, se echó su mochila al hombro, salió de su habitación y, mientras bajaba las escaleras, se peinó el pelo con los dedos. Parándose frente a la puerta de la cocina, respiró hondo, se autoconvenció de que hoy iba a ser un gran día y entró.
Como todas las mañanas, su tía Sara ya estaba lista. Siempre tenía la misma rutina hasta para vestir: camisa blanca ajustada de cuerpo y algo holgada de brazos, falda azul marino oscuro por encima de las rodillas, reloj de plata acompañado de una fina pulsera en la muñeca izquierda, otra pulsera similar con incrustaciones de diamantes y rubíes en la derecha, y zapatos con un poco de tacón, que hacían conjunto con una chaqueta azul marino de botones dorados que estaba colgada al lado de la puerta. Su pelo, que siempre lo llevaba recogido en un bonito y pomposo moño, se sostenía gracias a un grueso palillo de caoba, el cual resaltaba por un par de anillos dorados que había pintados cerca de su extremo más grueso. Lo único que cambiaba de su imagen era el pañuelo y la piedra preciosa del colgante que llevaba. Hoy tocaba un rubí.