—Señorita. ¡Señorita!
Sin pizca alguna de interés, Sara miró a sus espaldas, encontrándose a un hombre joven, de sentimientos fuertes y de buen ver que estaba dispuesto a ayudarla a bajar. Qué pena que el dinero lo hubiera corrompido hasta el punto de ser capaz de falsificar las cuentas de la empresa para la que trabajaba. Por supuesto, fue decisión suya el llegar a recurrir a las más bajas mentiras para que su mujer, que estaba a punto de dar a luz, no supiera que, para conseguir esa vida de lujo que ahora tenían, se había liado con la hija del dueño, una mujer que parecía un terroncito de azúcar y que, en un visto y no visto, se convirtió en el peor de sus demonios. Por culpa de esa arpía ahora se encontraba en un serio aprieto, ya que aquella noche en la que se lio en un club de alterne de mala muerte con una menor de edad (sin saber que lo era), le siguió y le grabó en un momento más que comprometedor. Qué injusticia más grande.
Conteniéndose a tiempo, Sara evitó que su rostro mostrara su malestar al respecto. ¿Injusto? ¿De verdad le parecía injusto que esa mujer se estuviera vengando de él después de haberse liado con la secretaria de su padre, cuando a ella le había jurado una y mil veces que era la única mujer en su vida? Bastante suerte tenía de que ella no supiera que él ya estaba casado, o la chica, además de mostrarle el vídeo a su esposa, le entregaría a su padre las cuentas que él falsificó, pues fue ella misma quien se encargó de ocultar las verdaderas. Y por mucho que él pensara que ella también tenía las de perder si las sacaba a la luz, Sara estaba segura de que la chica ya tenía una coartada preparada: echarle todas las culpas a él, tachándolo de manipulador y mentiroso. Si no, ¿por qué le estaría haciendo sufrir con amenazas sobre las cuentas de la empresa cuando la grabación que tenía en su poder era más que suficiente para hundirle por completo? Qué poco conocía a las mujeres.
—Señorita, ¿se encuentra bien? —preguntó el hombre, con las manos en dirección a su cintura.
—Apártese.
—Deje que la ayude. —La agarró de la cintura en cuanto Sara puso un pie en la puerta del coche.
Tirando de ella, Sara acabó chocando contra el cuerpo del hombre, que la sujetó con fuerza para evitar que se cayera. Sus rostros quedaron tan cerca que el hombre terminó ruborizándose.
—Es usted muy hermosa —dijo el hombre en su defensa, ante la enfadada e intensa mirada de Sara.
—¡Quíteme las manos de encima! —Le empujó—. ¿Quién le ha pedido su ayuda?
—Señorita, yo solo...
—¿Acaso no era una señora antes de que sus ojos se fijaran en mí? ¡Fuera de mi vista!
—¿Queréis iros a un hotel? —gritó enfadado el hombre del coche que estaba detrás del todoterreno de Sara—. ¡Estáis obstaculizando el paso!
—¡Métete en tus asuntos, viejo amargado!
—¿Qué me has llamado, vieja loca?
—Oiga, un respeto —exigió el joven, dirigiéndose hacia él.
Sara desvió la mirada con molestia y se subió al coche, dejando a ambos hombres discutiendo acaloradamente.
—Qué desperdicio de sentimientos —sentenció Sara en cuanto cerró la puerta de su coche con brusquedad—. Si se hubiera mantenido fiel a sí mismo y le hubiera aclarado a esa mujer que estaba felizmente casado, no estaría metido en semejante lío. —Metió primera y pisó el acelerador—. ¡Pero no!, es mejor dejar que las hormonas bailen a su antojo y, ya de paso, liarse con la secretaria de su jefe, que está muy buena. ¿Cómo ser capaz de rechazar a una preciosidad como esa? Un hombre no es de piedra —exageró con molestia—. Y luego se preguntan por qué las mujeres son desconfiadas y paranoicas. Hasta yo lo sería si fuera una de ellas.
Media hora después, cuando el profesor de gimnasia dio por terminada la clase, todos entraron para la siguiente: Geografía e Historia. Menos mal que hoy tocaba temario de Geografía, porque Nathaly no soportaba estudiar sobre guerras, guerras y más guerras. ¿Por qué la gente resolvía todos sus problemas con violencia? Ni que fueran animales sin cerebro.
Tras una hora de explicaciones y apuntes, las clases de la mañana por fin terminaron. Apresurándose a salir, Nathaly divisó el todoterreno de su tía detrás de toda la gente que había agolpada a la entrada, por lo que se dio prisa en llegar hasta ella. Cuanto más se demorara, más riesgo había de que su tía perdiera los nervios y se pusiera a discutir con la primera persona que le dirigiese la palabra. Y no, no era una exagerada al pensar así de ella, porque tenía más que comprobado que su tía siempre evitaba las multitudes. Por eso nunca se bajaba del coche cuando venía a recogerla. Lo que no entendía era por qué hoy, en lugar de esperarla subida en la acera de enfrente, estaba parada en medio de la calle. ¡Estaba liando un gran atasco!
—¡Nathaly! —exclamó una voz masculina a sus espaldas.
Parando sus pasos de inmediato, Nathaly se giró. Sus ojos no tardaron en dar con Esteban, el chico contra el que jugó en clase de gimnasia, que estaba agitando la mano sobre su cabeza para llamar su atención.
—¡No te olvides de lo que te he dicho! —Levantó el pulgar y sonrió.
Nathaly le mostró su gratitud con una sonrisa apresurada y se marchó corriendo, pues entretenerse no era una opción. Mientras los cláxones no paraban de sonar, se las ingenió para cruzar la marea de gente lo mejor que pudo, llegando a subirse al coche más deprisa de lo que esperó.
—¿Quién era ese chico? —preguntó Sara, mientras Nathaly se ponía el cinturón—. ¿Tu nuevo novio?
—¿Desde cuándo he tenido un novio?
—Pensaba que Leo lo fue —comentó, mientras los coches de atrás pitaban como locos—. ¿Por qué lo has cambiado por él? Espera, no me lo digas. Te ha dicho cuatro palabras bonitas y has caído en sus brazos como una tonta.
—Yo no he caído en los brazos de nadie —le sentó mal que dijera eso.