El vínculo mágico - Libro 1

Capítulo 2 - Parte 4

  Saliendo a la carretera, Sara frenó, cambió a primera y pisó de nuevo el acelerador. Nathaly, que no le quitaba el ojo de encima al hombre del tatuaje, vio cómo este paró de correr nada más plantarse en medio de la carretera. Su turbia mirada era espeluznante.

  —Nathaly, al frente —ordenó Sara.

  Nathaly echó un último vistazo al hombre tatuado antes de hacer lo que le pedía su tía. En cuanto vio cómo se convirtió en un oscuro y espeso humo que, con rapidez, descendió al suelo, se esparció hacia los lados y desapareció sin dejar rastro, un terrorífico escalofrío ascendió por todo su cuerpo.

  Sin fijarse en dónde pisaba, Nathaly pasó hacia delante completamente asustada. Eso solo lo había vivido en sueños, donde ese humo oscuro era su peor pesadilla. ¡Y se suponía que las pesadillas no se volvían realidad!

  —¿Qué es lo que está pasando? —exigió saber Nathaly, nerviosa—. ¿Quiénes son esos dos hombres?

  —Ponte el cinturón —ordenó Sara, intentando mantener la calma—. ¿Y dónde está tu mochila? ¡No la dejes atrás! ¡Cógela!

  Estirando el brazo, Nathaly agarró su mochila y la puso a sus pies.

  —Escúchame —dijo Sara, mientras Nathaly se ponía el cinturón—. No puedes dejar que nadie toque tu libro del alma, ¿entendido? Vayas donde vayas, llévalo siempre contigo. Y cuando digo siempre, es siempre. ¿Qué más había en el baúl?

  —Un álbum de fotos, una capa negra y una carta —enumeró, mientras tomaba de nuevo su mochila y se abrazaba a ella.

  —Una capa negra... —le resultó gracioso escuchar—. Muy típico de ti. Lo que me costó que dejaras de llevarla puesta a todas partes.

  Nathaly hizo una mueca de incomodidad al no saber qué decir. Al menos eso explicaba por qué las chicas de su anterior colegio la consideraban una friki.

  —Espera —saltó Sara—. ¿Has dicho una carta?

  —Sí.

  —¿Qué pone?

  —No lo sé. No tiene más que símbolos ilegibles. Iba acompañada de una nota que decía que, si aún no recordaba nada, se la diera a Leo.

  —Ya. Genial. El misterioso señor Leo.

  —Mira el lado positivo, tía. Al menos estamos a salvo.

  De la nada, un humo negro que nació sobre el capó y se multiplicó con rapidez tomó forma y se transformó en el hombre del tatuaje en el cuello, que apareció arrodillado sobre una pierna y apoyado en su puño izquierdo. Levantando la cabeza, las miró con una malévola sonrisa en su rostro, y ambas, del susto, chillaron presas del pánico. El hombre, en lugar de llevarse las manos a la cabeza o retorcerse de dolor, desafió todas las leyes de la física y se puso de pie sin esfuerzo.

  Sara frenó con todas sus fuerzas y dio un pequeño volantazo para librarse de él, pero terminó perdiendo el control del coche al tratar de esquivar al conductor que venía de frente. Mientras tanto, el hombre del tatuaje, que había rodado por encima del vehículo, aterrizó en medio de la carretera, con las piernas flexionadas y con los dedos de su mano derecha tocando el negro y áspero asfalto. Deslizándose sobre él, lo destrozó a su paso y, una vez que consiguió detenerse, se incorporó sin esfuerzo ni dolor aparente ante la atónita mirada de los presentes. Fijándose en el todoterreno, que ya había dado unas cuantas vueltas de campana en el aire, vio cómo este aterrizó de lado con brusquedad y dio un par de vueltas más antes de acabar boca abajo.

  Dirigiéndose hacia el coche, que acabó más destrozado de lo que debería haber quedado para ir a sesenta kilómetros por hora, se percató de que el número de curiosos aumentaba cada vez más. El que se mantuvieran al margen, preguntándose cómo había sido capaz de ponerse de pie, sin un solo rasguño y después de que hiciera semejante surco en el asfalto, le hizo sonreír con delicia y arrogancia.

  —Disfruta del momento. —Golpeó la tripa de su compañero delgado, sin ralentizar su paso. Sabía que ver a algunos jóvenes tomar sus teléfonos móviles para ponerse a grabar lo había puesto de mal humor.

  Nada más llegar, el hombre del tatuaje le puso la mano en el hombro a la única persona que se había atrevido a acercarse al coche para ver si los ocupantes se encontraban bien. En cuanto lo miró, le regaló una sonrisa maquiavélica y, empujándolo hacia atrás con brusquedad, lo tiró al suelo.

  Mientras su compañero le echaba un vistazo al interior del vehículo, el hombre del tatuaje hizo crujir sus nudillos sin dejar de mirar con delicia al joven y fortachón treintañero, que no estaba siendo capaz de ponerse de pie por el dolor y el miedo que estaba sintiendo. Paciente, esperó a que de una buena vez se levantara, pero, una vez que lo logró, el chico salió corriendo de inmediato.

  —Cobarde —siseó entre dientes, nada contento.

  —No están —informó su compañero.

  —¿Cómo que no están? —estalló con furia, acercándose a él.

  —Han utilizado una brecha de emergencia.

  —¡Maldita sea! —Estampó su mano en el todoterreno, haciendo que este se tambaleara—. Me faltó muy poco para trasladar el coche al descampado.

  —¿Qué hacen discutiendo? —dijo un hombre cincuentón, histérico—. ¡Ayuden a quienes estén dentro!

  —¡Que no hay nadie! —le gritó el hombre del tatuaje.

  —¿Cómo no va a haber nadie? ¡Dejen de decir disparates! —estalló, yendo directo hacia ellos.

  El hombre del tatuaje, ni corto ni perezoso, le dio un fuerte empujón al cincuentón, alejándolo un par de metros de él.

  —No tientes a tu suerte, viejo, porque hoy no estará de tu lado. —Le señaló con el dedo.

  —¿A quién estás llamando viejo? —reclamó el cincuentón con enfado, mientras se frotaba el pecho con la mano para calmar su dolor.

  —Eh —le advirtió el hombre delgado a su compañero en voz baja, mientras lo frenaba con la mano—. Aquí no. Demasiados huesos andantes.

  El hombre del tatuaje, que tenía clavada la mirada en el cincuentón, se rindió de muy mala gana.




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