El sonido del piano se detuvo.
Seco. Cortado. Como si alguien hubiera desconectado la música.
Noah giró inmediatamente.
— ¿Jasmine?
Ella estaba parada, con una mano apoyada en el piano y la otra sobre el pecho. Su rostro, demasiado pálido, los labios secos, los ojos parpadeando lentamente, como si la luz hubiera de repente sido demasiado intensa.
— ¿Estás bien? — dio un paso hacia adelante, tenso.
— Claro que... — Y entonces, ella cayó.
Sin previo aviso. Como una nota final que no alcanza el final del pentagrama.
Noah corrió. La atrapó antes de que golpeara su cabeza. Su cuerpo en sus brazos era liviano, extraño. Como si todo en ella hubiera sido hecho de silencio.
— ¡Hey, Renaud! — la llamó, sacudiéndola ligeramente. — Este no es el momento para un drama de diva, ¿me escuchas?
Pero ella no respondió.
Su corazón aceleró. Buscó señales de vida: respiración, pulso. Todo estaba allí. Pero débil. Y errático.
En ese instante, el sarcasmo murió. Junto con él, cualquier rastro de su habitual actitud desafiante. Solo quedó el miedo.
Llamó por ayuda. La enfermería llegó rápido. Pero no lo suficiente como para borrar de su memoria el momento en que vio a Jasmine desmayarse.
— Hipoglucemia. Y estrés — informó la médica de la enfermería. — Tuviste suerte de que él estuviera cerca.
— ¿Suerte? — Jasmine gruñó, tumbada en la camilla, aún pálida. — Prefiero desmayarme sola la próxima vez.
— Él estaba aterrorizado. Ni intentó hacer una broma — contó Alicia, sonriendo a su lado. — Nunca lo vi tan... humano.
Noah apareció en la puerta, con las manos en los bolsillos, tratando de parecer indiferente. Pero su mirada lo delataba.
— Solo vine a confirmar que sigues viva. La directora dijo que tenemos una presentación la próxima semana. Sería un problema si murieras antes.
Jasmine levantó la mirada.
— Relájate. Moriré solo después de hacerte perder esa cara de genio arrogante.
Él sonrió. Medio alivio, medio irritación.
— Acuerdo. Morimos juntos, en un dueto dramático. Como un Romeo y Julieta moderno. Solo que con más desafinación y menos veneno.
— Y más sarcasmo.
— Mucho más.
Se quedaron en silencio por un segundo.
Luego él se acercó, se paró al lado de la camilla y dejó algo en la mesita: un chocolate.
— Para el azúcar. Solo no te acostumbres a las amabilidades. Esto es solo por motivos musicales, ¿entendido?
Ella tomó el chocolate, sin sonreír.
— Entendido.
Pero lo que ella no dijo —y quizás ni siquiera lo admitiría aún— era que ese gesto había calentado algo dentro de ella.
Algo que el piano no alcanzaba.
Algo que, si crecía... podía ser mucho más peligroso que cualquier caída de glucosa.
Editado: 30.05.2025