El Virus de la Purga

Capítulo XII

Desperté muy entrada la noche. El lugar era alumbrado por una pequeña lámpara de amarillenta luz  y las cortinas ondeaban de una lado para otro dejando paso a la fresca brisa de la noche. Me encontraba por completo desorientado y pensé que de un momento a otro aparecería Karina con un enorme vaso de fría agua y unas pastillas. Era muy normal en mí que durante y después de un episodio de fiebre tuviera grandes delirios, pero esta vez  no fue así. No recordaba nada en absoluto de lo que había pasado durante el día, como la vez que una laguna mental producto de una embriaguez borró todo lo pasado en la noche. Mi cuerpo se estremecía y sudaba, pero no sentía dolor alguno. Sólo flotaba por el lugar la desorientación y la incertidumbre en armonía con la podredumbre que estaba bien arraigada a las pareces y baldosas que recordaba percibir cuando entré, pero que ahora no lograba oler.

Tenía conectado a ambos brazos sondas intravenosas. Una alimentaba el cuerpo con suero y la otra drenaba la sangre y la conducía hacia una máquina que rumoreaba suavemente y después de hacer lo que sea que hiciera me la reintroducía.

Llevé la mano hasta la cabeza cuidando de no desconectar los catetes y al pasarla por el cabello sentí horrorizado lo delgado y escaso que lo tenía. Ya de cerca pude apreciar amplias manchas obscuras en la piel de brazos y manos. Eran moretones enormes y tenues que no me dolieron al aplastarlos. La piel libre de estas tinturas era blanca de apariencia transparente, como se presenta en cadáveres encontrados sumergidos. Las uñas de las manos me dolían horrores y temí que se me fueran a caer y al aplastarlas entre los dientes intenté arrancarlas pero no me fue posible hacerlo, aunque el picor bajo ellas rogaba por que no dejara de insistir.

El rango de iluminación me hizo pensar en que la lámpara no era tan potente como para mostrar el lugar en toda su expresión, pero el brillo era lo suficientemente lacerante como para obligarme a cubrir los ojos. No recuerdo si hubo o no una vez en la que estuviera postrado en la cama de un hospital en tal lamentable situación. Dejé caer el cuerpo en la cama y la almohada cedió plácidamente al peso de mi cabeza. Algún instinto desconocido me dijo que me encontraba en peligro, pero traté de ignorarlo. De nada serviría preocuparme si mi cuerpo se negaba a responder. No sentía las piernas y aunque lograra bajar del camastro dudo que arrastrándome pudiera llegar muy lejos. Si tan solo tuviera una silla de ruedas en al cual… pero sí la tenía. A un lado de la máquina que limpiabame la sangre, resguardada por la penumbra del lugar, resaltando a la vista sólo el brillo de las escasas partes metálicas cromadas, estaba una silla de ruedas. Lo difícil sería bajar de la camastro  y arrastrase hasta ahí. Aunque con el estímulo adecuado todo era perfectamente posible.

Una ráfaga de aire frío arrastró hasta mí un quejido proveniente del fondo. Donde horas antes se encontraban mis amigos inspeccionando lo que creí eran sólo cadáveres. Tenía que saber qué era lo que pasaba y por qué ellos, mis amigos, le temían tanto.

Sin pensarlo arranqué los catetes y estos aventaron pringas de sangre sobre las sabanas nada pulcras con las cuales me encontraba cubierto.  Y contorsionando el cuerpo me dejé caer sobre las baldosas húmedas. Las piernas inertes resonaron como un saco lleno de huesos viejos. Pensé que el peso de la mitad de mi cuerpo dormido sería un lastre que me impediría moverme con soltura, pero no fue así. Ambos brazos jalaron con fuerza como lo hacen los de los paralíticos que sobre exigen a sus extremidades buenas cargar con las malas. Me deslicé rápido por el suelo y en cuanto tuve al alcance la silla de ruedas, me encarame en ella.

Las llantas chirriaron mientras me deslizaba por el pequeño corredor flanqueado por las cortinas plásticas blanquizcas. En la lejanía estalló un trueno y un tenue resplandor iluminó el camino. La cortina que apartaba de la vista a aquel cuerpo, que por la sombra que se dibujaba sobre ella parecía respirar con dificultar, era ondeaba vivamente por el viento. Apreté el paso, por decir de alguna manera, y las llantas chirriaron aún más. Me sentía aún adormecido y mis manos y los sentidos no cedían a mis fuerzas por despertarlos. Era como si despertase de después de un largo sueño producto de un sobreesfuerzo físico. La oscuridad del lugar no infligía en mí ningún tipo de sentimiento o pensamiento y eso la hacía reconfortante.

Al llegar frente a la cortina que nos separaba dudé un poco en si era o no buena idea echar un vistazo en el estado tan lamentable y desprotegido en el que me encontraba. Antes de poder alcanzar la cortina con la mano el oído izquierdo empezó a dolerme y tuve que hacer regresar la mano para cubrirlo mientras me doblaba sobre la silla de ruedas. Un zumbido taladró el cerebro y me hizo apretar las mandíbulas tan fuerte que puede sentir la vibración recorrerme el rostro producto del rose de los dietes. Un líquido tibio salió del oído empapándome la mejilla. Del extremo opuesto oí claramente el resonar de unos pasos fuertes que ascendían por la escalera. Por el sonido de las pisadas era por lo menos cinco personas. La primera de ellas debía traer consigo varias llaves colgándole del pecho pues el sonido metálico que desprendía era inconfundible y antes de que creyera eso escuché el ya tan familiar corte de cartucho. Por la manera en que respiraba pude deducir que acababa de terminar una acalorada discusión y casi pude sentir el calor de su hirviente sangre irrigándole la frente.



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En el texto hay: apocalipsis, virus, pandemia

Editado: 08.09.2019

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