El Virus de la Purga

Capítulo XVII

Los pequeños y grotescos murciélagos agitaban las alas cual ritual de apareamiento, de sus fauces salía espumosa saliva negruzca que se impregnaba a los cristales, los ojos, pequeños y de pupilas amarillas, tan diferentes de aquellos que casi me matan dos veces, parecían no quitarme la mirada de encima. Estas criaturas eran completamente diferentes, actuaban de manera irracional como lo haría cualquier animal, gobernados por puro instinto. Parecían no tener otro motivo más que el de alimentarse y copular para mantener la especie. Sus acciones eran erráticas, no hacían por entrar, se limitaban a permanecer con mirada fija el reflejo que ellos creaban de sí mismos en los cristales. Tal vez  con la esperanza de que hiciésemos un ruido para corroborar que realmente estábamos ahí.

Me acerqué a Flavio despacio mientras miraba como Rubén, Martínez y Francisco apuntaban sus armas hacia las ventanas, casa vez más oscuras por la saliva que manaba de esos hocicos pequeños y rabiosos.

—¿Aún te queda un poco de eso que me inyectas? —Le dije a Flavio lo más cerca al oído que me fue posible.

—Una dosis, tal vez una y media —contestó nervioso.

—Si le administras una dosis —dije volviendo la mirada hacia el cuerpo suplicante del capitán—, ¿crees que controle ese ataque de tos?

—Si para medio día no recibes otra dosis, morirás irremediablemente.

—La tos, ¿crees que pare? —Insistí.

—Sí, es muy probable —soltó de mala gana—. Pero no me parece buena idea que…

—En momentos como estos no hay buenas o malas ideas, Flavio, solo acciones realizadas con o sin asertividad. Y lo que te estoy pidiendo es por el bien de todos. Mira esas cosas ahí, tratando de observarnos, de escucharnos, parecen inofensivas y estúpidas, pero que pasará cuando llegue papá y mamá. No creo que hayas olvidado lo del helicóptero tan pronto…

De mala gana y haciendo rechinar lo menos posible la lata bajo su peso, Flavio se encaminó hacia el capitán para suministrarle, lo que al parecer era la última dosis, mientras yo distraía a Francisco. Sería una mala idea que se diera cuenta que,  Flavio aún traía consigo un poco de la cura encima y más malo sería que se lo dijera al capitán. Los murciélagos no parecían ser, de ninguna manera, peligrosos, pero suponer es la madre de las estupideces, así que teníamos que hacer algo, y pronto.

El capitán dejó de toser y su respiración se tranquilizó, por no decir que era bastante normal para un odio típico. Sin  embargo, para mí, no parecía para nada normal. Las inhalaciones eran, suaves pero profundas, como si estuviésemos en un cuarto que, de a poco, se le acaba el aire y es imposible llevar a los pulmones, aire de calidad. Contemplarlo, ahí, tirado e inerte, con clamando para que los ángeles de la muerte viniesen y se lo llevasen, me recordó bastante a mí, unos días atrás, colgado por los cinturones de seguridad del helicóptero. Ahora, no era más que carne, servida a modo de buffet para cualquier criatura que aún se arrastrase por la revitalizadora tierra con hambre y deseos abnegados de  no rendirse a los pies de la muerte.

La escena bruñida por los rayos plata de la noche que se filtraban por entre las alas de los murciélagos, era digna de ser plasmada en un lienzo. El cuerpo paciente de un hombre recostado sobre la fresca lata del piso del autobús siendo mirado por  un semejante con desaprobación a la vez que, éste, de rodillas, sumido en sus menesteres, parecía niño buscando enfáticamente, en la bolsa que le regalase su abuelo, las baterías, para hacer funcionar su soldadito de juguete.

Sin duda era una escena entrañable, digna de cualquier película de terror o pintura barroca en donde se plasma sentimientos que sólo el mirante puede entender.

 En la parte de enfrente, Francisco, Martínez y Rubén, con ojos desorbitados miraban y apuntaban erráticamente a las pequeñas cabezas alargadas de pequeños y agudos dientes y de desproporcionadas orejas; no eran más que un enjambre de moscas de fruta alrededor de un frutero olvidado, en una sala polvorienta llena de partículas suspendidas en un ambiente imperturbable,  por un pintor principiante.

Me arrastré débilmente hacia Flavio, pero éste no presto atención a mi presencia, abstraído con la sorprendente claridad con la que miraba a aquellas criaturas tan de cerca, las examinaba y creaba en su mente, no sé qué pensamiento o dicha. Era vez primera en la que nos encontrábamos a salvo, aparénteme, y podíamos contemplar la mutación extraña que había ejercido la madre naturaleza en eso seres hermosos y temibles. Así como llegué me moví en dirección de Jorge, que en vez de contemplar con asombro a aquellas mariposas nocturnas y sanguinarias, se limitaba a tamborilear los dedos sobre las piernas, a modo de tranquilizarse. De repente me inundaron todas las dudas que tenía sobre él, y no creí tener otra oportunidad, de relativa tranquilidad, para tratar de sacar a flote todas las espinas, que su persona, laceraban mi pensamiento.



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En el texto hay: apocalipsis, virus, pandemia

Editado: 08.09.2019

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