El Virus de la Purga

Capítulo XVIII

Ya estaba dispuesto a enfrentarme a muerte cuando un silbido le destrozó la cabeza a  mi rival. Alguien disparaba desde el autobús y al girar la mirada, vi los destellos del arma. Las esquirlas de la ventana cayeron a la húmeda hierba como el roció de la mañana. Las sombras que tenía sobrevolándome se precipitaron y el sonido sordo des sus cuerpo contra el suelo me llenó, en parte, de alegría. Pero habíamos matado a las alfas de la manada y los otros murciélagos no tenían quien los replegara o intimidara. El autobús empezó a ser asediado de nuevo por eso repugnantes bichos, y lo que era peor, me estaban mirando.

No tardaron mucho en animarse a perseguirme. Toqué el arma por instinto, eran demasiados para ser combatidos por una pequeña e insignificante pistola que no lograría nada contra una manada enfurecida de esas criaturas sin amo. La única idea que se me ocurrió fue la de correr hacia el bosque con la esperanza de encontrar cualquier estructura que me sirviera a modo de bunker, pero no llegaría tan lejos, esas cosas volaban rápido y estaban hambrientas. Necesitaba desesperadamente donde guarecerme. Un auto, una casa un… un jodido tambo de lata se encontraba derribado a unos treinta metros. No sería el mejor escondite, ni el que escogería si pudiera hacerlo, pero las situaciones de vida o muerte no favorecen a los remilgosos. Corrí desesperado cruzando los dedos, clamando por suerte suficiente, para poder llegar, siquiera, a tocar el tambo. Pero los murciélagos estaban cada vez más cerca y dudé en poder llegar. En el autobús tenían una lucha encarnizada. Después de haber matado a los enormes murciélagos que me sobrevolaban, los pequeños embistieron con más furia. Las ventanas eran ya inexistentes. Me pregunté si todos seguían con vida, después de ver como el autobús se perdía en veces de mi vista por el enjambre que ya eran esas criaturas.

Pero lo peor no había acabado, de la profundidad de la ciudad pude oír con toda claridad el ajetreo, los chillidos, la excitación de cientos más, de esas criaturas que despertaban con todo el escándalo que habíamos provocado. La luna fue eclipsada por la masa uniforme y grotesca que se acercaba a nosotros a una velocidad sobrecogedora. Me detuve, sin siquiera pensarlo. No parecía haber una salida visible a todo aquello que nos acechaba. No era necesario ni inteligente seguir corriendo, huyendo del destino inmisericorde que había vendido nuestras almas a la muerte.   

Me encontraba a unos diez metros del bote. Era un recipiente de color rojo opaco con un icono de fuego en un costado. Me había equivocado, no era un recipiente vacío. Las criaturas ya estaban casi sobre mí, huir o hacer cualquier otra cosa que hincarme a rezar, habría sido imposible e inoportuno, pero no rezaría, no tenía a quien hacerlo.  Desenfundé el arma maquinalmente y disparé hasta vaciar el cargador. Del tambo salía a borbotones la gasolina que empapaba la hierba. Desafortunadamente, ninguna de las balas había creado una chispa, no hubo ignición.  Miré a mi alrededor, había por lo menos dos docenas de eso tambos regados por el lugar. El camión que los trasportaba, yacía en el fondo, impactado contra un árbol. Había en ese lugar suficiente combustible como para calentar un poco el infierno. Sólo faltaba una maldita chispa que los hiciera saltar por el aire.

Hubo un estruendo y después mucha luz y calor. Caí de rodillas al suelo cubriéndome el rostro. No logré explicarme el miedo irracional que me provocaba el fuego.

De algún lugar entre la hilera de autos varados, alguien había echado mano de un lanzacohetes. El proyectil impactó de lleno contra uno de los tambos y éste explotó esparciendo el combustible por los aires. La onda de calor fue tan severa que tuve que taparme el rostro con los dos brazos y antes de que pudiera echar un vistazo de nuevo, el tambo que había agujereado se incendió. Las ratas voladoras elevaron el vuelo chillando de rabia.  Pero el autobús aún seguía bajo ataque, aunque ya eran pocas las criaturas, aún eran un problema. Una ola de disparos provenientes desde los autos impactaron contra el tanque de combustible del autobús y éste empezó a incendiarse. Los murciélagos se retiraron no sin llevarse entre las garras una presa. Rubén había abierto la puerta unos segundos antes de que el tanque se incendiara y los murciélagos lo habían alcanzado antes que pudiera dar un paso fuera del vehículo. Todos intentaron sujetarlo pero sus esfuerzos fueron en vano. Los murciélagos se agolparon alrededor de Rubén como los pececillos en un estanque al darles de comer. Rubén gritó suplicando por ayuda mientras lo levantaban en el aire. Antes de que pudiera ver con claridad la escena lo despedazaron dejando caer buena parte de su sangre sobre el suelo, el sonido del líquido vital sonó como un bloque cayendo sin importancia en una construcción abandonada. Lo único que me queda de su recuerdo son aquellos gritos lacerantes e incomprendidos cargados de terror.

Corrí lo más rápido que me fue posible. Cuando llegué Martínez tenía por el cuello a Francisco y lo amenazaba con verdadero odio.



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En el texto hay: apocalipsis, virus, pandemia

Editado: 08.09.2019

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