La comida y el descanso habían hecho mella en nosotros. La mayoría parecía estar más optimistas que en las últimas horas. Que Liz nos acompañara no me parecía el ingrediente secreto para que nuestra campaña triunfara. Pero que iba a saber yo de esto, si durante años me menosprecié a tal punto que pensé en el suicidio como último recurso desde hacía un par de años. Así que, sí. Liz podría ser la pieza clave en esta lucha se me antojaba infinita. Tal vez ella podría darnos un poco de iluminación, irradiarnos con un poco de esa humanidad que llevan las mujeres bajo su cálido pecho. Guiarnos con ese amor con el que las madres guían a sus hijos a lo largo de sus vidas. Aunque las facciones de todo su rostro me gustaban poco. Moví la cabeza intentando despejar esta idea de desconfianza hacia ella. Si fuera una mala persona no nos hubiera ayudado en el momento más oportuno, no hubiese arriesgado su vida por un puñado de desconocidos que de buena manera la hubiesen matado para despojarla de todas pertenencias que poseía.
Tal vez esta idea me embargaba solo porque me sentía aletargado, enfermo. Y el ver el caminar del capitán me hizo sentir mejor, por decirlo de alguna manera. A él también parecía afectarle la luz del día. Creí que él también le gustaría caminar en la fría oscuridad de la noche y no en medio de todo ese destello que desprendían los restos de una civilización sucumbida por la gracia de una fuerza inexplicable, a la cual he de llamar, destino. No podía ser otra cosa. El destino es la única fuerza a la cual ni una sola vida puede vencer. Está por todas partes, el las pinturas que admiramos, en los libros que consumimos y gracias a los cuales reflexionamos y en las canciones que nos hace sentir únicos. El destino es el sendero por el cual debemos dirigirnos para poder vivir un día más y si en caso nos perdemos, salimos del sendero, esa fuerza invisible nos lo hace saber, a veces, a un alto precio. Era tal vez por lo cual aún me encontrara con vida, por lo cual, cada una de las personas que me acompañaban siguieran respirando. No era casualidad que Liz, estuviera anoche para nosotros, que el capitán cambiara de bando, que hubiera ido a ver a Jorge, que en primer lugar hubiera cambiado de residencia. No estaría viviendo nada de esto si me hubiera quedado a pintar en el campo. Tal vez, ya estaría muerto. Todos lo estaríamos.
El día era mesuradamente soleado y en la lejanía se podían ver algunas nubes ralas desplazándose lentamente hacia el norte. Por primera vez en muchos días, pude ver el cielo despejado de esa enorme y mortal nube de esmog de la cual era víctima todo el planeta desde la llegada de la revolución industrial, que en lugar de mejorar, lo empeoró todo. Habría sido un día espectacular, de no ser por lo lacerante que era todo ese brillo para mí. El dolor era tan insoportable que me dolía toda la parte posterior del cerebro. En un intento por despejar mi mente, por hacer que olvidara por un momento en malestar en el que me tenía sumido, mordí mi labio inferior sin darme cuenta. El sabor metálico de la sangre me tranquilizó en un punto muy cercano al éxtasis del acto compilatorio justo antes de llegar al orgasmo. Era un placer tan ancestral con el hecho de comer o descansar después de un día catastrófico. El estómago se revoloteó clamando por más. Pero el sabor de mi sangre era tan diferente ahora, era ácida y pastosa. No era para nada como la recordaba.
—¿Te encuentras bien? —Preguntó Liz visiblemente inquieta— Tu labio sangra.
—Me he mordido sin querer —dije intentado enfocar bien la silueta que se recortaba contra la claridad de la joven mañana.
—¿Es la luz, te molesta la luz?
—Sí, recién he perdido mis lentes… —mentí.
—La miopía es desesperante —me interrumpió mientras se acercaba y ponía sobre mis manos unas gafas de sol— No te ayudaran a ver mejor, pero por lo menos aminorará el dolor. La ciudad es peligrosa, todo lo es. ¿Cómo es que has podido ver algo? Anoche no llevabas gafas y estaba muy oscuro…
—Veo mejor de noche. Además, anoche había luna.
—Es cierto, pero yo que considero tener una visión buena, tuve que echar mano de la visión nocturna porque me costaba mirar por donde caminaba.
—No es momento de hacer amigos —protestó el capitán irritado—. Que sea de día no quiere decir que estamos a salvo. Les recuerdo que las sombras y los susurradores no son los únicos animales reptando por ahí con ganas de hincarnos el diente. Así que dejen de hacer tanto ruido y sigan caminando.
Sus palabras no me eran extrañas para nada como lo eran para los demás. Estaba claro que el capitán estaba sufriendo los mismos cambios que yo hace unos días. No había manera de que oyera lo que decíamos por lo adelantado que iba. Y la manera en la que había derribado a las sombras en pleno vuelo cubiertas por la oscuridad de noche, era la ferviente prueba de que su visión al igual que la mía, había mejorado significativamente. Cualidades que al parecer, no eran eternas. Pues desde hacía unas horas, me sentía más muerto que vivo.
Editado: 08.09.2019