El Virus de la Purga

Capítulo XXI

La cabeza me daba vueltas y me era imposible definir los múltiples sonidos que salían de la penumbra. Las ruinas de la civilización se alzaron reanimando las rocas muertas. Los ojos en la obscuridad llamearon iluminado el camino, hipnotizando a sus futuras presas. No estaba solo en esa basta urbe. Cualquier paso en falso, cualquier sonido que hiciese, por más mínimo que fuere, sería una invitación para que las centellas vivientes se alimentaran con mi carne. En la posición en la que me encontraba, no me sería posible correr  o siquiera poder esconderme y caminar despacio no era la opción más viable. Necesitaba, porque lo necesitaba,  un plan para poder moverme rápido en la noche y levantar la menor sospecha para los vigilantes nocturnos. Además mi estado de salud era más que crítica y la audición, el olfato, como la fuerza y la rapidez parecían mermadas por la debilidad producto de mi mala alimentación. Me sentía fuerte, pero al parecer, la fuerza sólo estaba en algún rincón de la memoria y el cuerpo no parecía recordarlo del todo.

Sujetándome con fuerza de la puerta del auto me encaminé a la entrada del subterráneo. No me fue sorprendente el sentir como las sombras no seguían mis pasos. Esto me puso de buen humor, no era la única criatura que pensaba no era buena idea acercarme a la morada de los susurradores. Llevaba sobre mí sólo un cuchillo de combate para poder defenderme de cualquier atacante, no era el arma más potente, ni la que hubiera deseado tener en ese momento, pero peor sería tener solo las manos para defenderme contra garras y dientes.

Me encontraba en la entrada y estaba a punto de empezar a bajar por las escaleras y adentrarme en la oscuridad de la estación del metro, pero algo me detuvo; algo que pensé que ya no existía en mí. Miedo; era el más auténtico miedo que no había sentido jamás. Las piernas me temblaron, flaqueaban ante el pavor atroz. Algo en lo profundo de la oscuridad parecía esperar a que me adentrara. Lo sentía, como sentía el viento moviéndome de un lugar hacia el otro. Hasta el clima del desolado y moribundo planeta se comportaba como un anciano que muere, no, más bien parecía un recién nacido que respira con fuertes pulmones. Si toda la tierra pudiera hablar, seguro diría que se por primera vez en varios milenios, se sentía libre y rejuvenecida. El hombre y no contaminaba el planeta con sus desechos, ya no talaba los bosque y selvas, ya no contaminaba el mar con petróleo.

Tuve ganas de sentarme en un escalón, mirar el cielo embravecido y respirar profundamente hasta que la vida me abandonase. Me sentía cansado, como el viajero que no sabe dónde se encuentra ni que rumbo seguir. Lo hubiera hecho de buena gana; de buena gana me hubiera tirado sobre la hierba fresca de las jardineras que rodeaban la entrada, ¿qué podía pasar? La muerte era parte de esas pocas cosas que no me aterraban como a la mayoría. Pero no podía hacerlo y pensarlo era, francamente, el mayor acto de cobardía que jamás hubiera tenido. Si tan solo supiera que… ¡basta! Era suficiente de toda esta mierda ridícula en la que me estaba hundiendo. No era el único que la estaba pasando mal. Tal vez Jorge y los demás estaban en una encrucijada y clamaban por ayuda. Solo hasta encontrarlos me podrí dar el lujo de tirarme un rato en suelo y llorar como un animal asustado. Tenía que encontrarlos; tenía que arrancarle de los labios a Flavio la ubicación de esa bodega suya en donde se encontraba Karina y mi hija. ¡Maldita sea, tienes que ser fuerte! Me dije mientras golpeé con fuerza el pavimento.

Tenía que entrar en la noche perpetua del subterráneo con la esperanza de encontrar algún tipo de rastro que me llevase directo a mis amigos. Eran muy inteligentes, y seguro estaba, que por el camino habrían dejado algún rastro para mí.

Después de todo no parecía mala idea seguir las vías en la oscuridad. Los susurradores, como todo animal nocturno, como cualquier cazador, dejarían su madriguera en la noche para salir de caza. Pero no podía alejar de mí el mal pensamiento de que no era buena idea hacerlo. Y menos después de que aquellas pequeñas sombras se limitaran a perseguirme con cautela y con raro miedo. Había algo que escapaba a toda comprensión, algo que cambiaba la ecuación por completo. Después de todo Liz albergaba hacia los susurradores un miedo irracional. El recuerdo de aquel ser en la base militar me vino a la mente. No era un ser diabólico sin sentimientos y sediento de sangre. Parecía más un animal temeroso de la mano del hombre. Pero un lobo es menos peligros solo que en con su manada. Tal vez las cosas hubieran sido por completo diferentes si hubiese habido más de ellos en la habitación.

<<Sigue tus instintos>> dijo un leve susurro en mi cabeza. Volví la vista hacia los árboles del no tan lejano parque. Ahí estaban. Las sombras me miraban con ojos brillosos y de vez en cuando desplegaban sus alas para desperezarlas.

Entonces lo entendí…

No estaban ahí por mí. No estaban vigilando cada uno de los pasos que daba, no. Lo que esperaban no era que cayese como un animal enfermo para que como buitres se precipitaran sobre mis restos. Ellos esperaban a que la noche madurara… los esperaban a ellos… a los susurradores. Eran ahora rémoras en busca de migas de comida. Liz tenía toda la razón.  Los susurradores debían ser unos depredadores estupendos. Tenían que tener todos sus sentidos muy desarrollados para poder dar con el paradero de algún superviviente y más si estos ya sabían que criaturas como éstas poblaban la ciudad.



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En el texto hay: apocalipsis, virus, pandemia

Editado: 08.09.2019

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