Los hermosos felinos saltando de un lugar hacia otro parecen bailarinas que se engalanan cuando las ven. Son pequeñas criaturas que, se tallan en las piernas ronroneando y huelen la boca de sus amos mientras duermen. Son seres adorables de colores vivos o pajizos, de ojos con pupilas verticales, orejas puntiagudas y sensibles, mandíbulas provistas de agudos dientes blancos y estéticas y ondeadas garras con las que trepan pon donde les venga en gana.
Era raro ver que alguno de los felinos vomitara una bola de pelos y más extraño era verlos lamerse como recuerdo que lo hacían los gatos de mi infancia. Pero en mi infancia no había tantos gatos, ni perros abandonados como los muchos que había visto por las calles los últimos días. La población de estos animales se había desbordado hacia algunos años y las autoridades ya hablaban de una contingencia sanitaria y en prohibirlos como mascotas, al menos que se comprobaran ingresos y se cumpliera con ciertas medidas, como lo era la castración.
Era domingo por la mañana y mientras pensaba en esta idea, mi hija entró gritando preocupada porque la gata, la cual tenía el nombre de pelusa, había vomitado encima de las sabanas de princesas de su predilección. Asqueado y con cara de profunda repulsión me dirigí aún adormilado a su habitación, pero no encontré más que un líquido amarillento con hilillos de sangre que resbalaban por las sabanas y se perdía bajo la cama. Y en la oscuridad, entre pares de zapatos y muñecas viejas y olvidadas se encontraba agazapada, tiritando, con apariencia lamentable, la gata. Parecía vieja, trasijada, como si no hubiera comido en días o como si hubiera parido recién. Pero tan seguro estaba que no era ni una ni otra cosa, la llamé varias veces y haciendo caso omiso a las señas y sonidos se arrastró como enferma, desvalida hacia el centro, en la profunda oscuridad formada por las cajas de juguetes. Su actitud no era para nada normal. Y pensé, temiendo tener razón, que podía estar envenenada.
De rodillas medité un poco lo que haría a continuación, lo que debía hacer y entonces me golpeó la mirada preocupada de mi pequeña hija. Sé que no sabía lo que estaba pasando, de hecho ni yo lo sabía con certeza, pero esos lagrimosos ojos gritaban el miedo y la preocupación que sentía. Me incorporé despacio, tratando de dibujar una sonrisa que le diera la confianza que obviamente había perdido y tomándola en brazos la lleve con su madre mientras le susurraba al oído que pelusa estaría bien. Que feo es mentir, pero no le iba a decir que posiblemente su gata moriría de un momento a otro.
Cómo sacarla de debajo de la cama fue la primera de las cuestiones que tenía que resolver y la solución me gusto poco, por no decir que la aborrecí, pero no me arriesgaría a ser mordido o arañado por un animal moribundo. Ayudado con la escoba enganché el cuerpo del animal y pude sentir la rigidez de su cuerpo a través del palo. Había muerto, eso era seguro, pues al acercarse la escoba no hubo reacción de su parte. Tire meticulosamente despacio hacia afuera, jalando el cuerpo hacia mí mientras un escalofrió me recorría el cuerpo. Al fin de cuentas esa bola de pelos desde hacía tiempo que ya era parte de la familia y tratarla de esa forma, era irrespetuoso y ruin. Pero no encontré solución menos aparatosa.
Cuando tuve el cadáver al alcance hice a un lado la escoba y sujeté las patas tiesas de la mascota y tiré de ella hasta ponerla a descubierto, bajo mi viva mirada y lo que vi me aterró, heló mi sangre como un cubo de agua fría en pleno invierno. El cuerpo que ante mí, deformado, momificado y parcialmente calvo, no parecía haber muerto hacía un momento, sino hacía semanas y en condiciones totalmente diferentes. La piel del animal de un color morado y pegado al esqueleto, con las mandíbulas abiertas de tal forma que, todas sus entrañas echas bolas pudieron haber salido de un solo tirón, produjeron en cada parte de mi ser, el más profundo terror. En ese momento me lamenté de haber puesto las manos desnudas sobre aquella osamenta que aparentaba estar contaminada por una misteriosa y posiblemente, mortal enfermedad. Así que corrí con piernas temblorosas hacia el baño y me lavé con fuerza mientras me miraba en el espejo intentando comprender el porqué de tan extraño suceso. No sé decir por cuanto tiempo me perdí en mi mirada, entre pensamientos abrumadores, ilógicos y siniestros, pero las manos me ardían de tanto tallarlas bajo el chorro continuo de agua tibia.
¿Qué había pasado? Me pregunté una y otra vez sin encontrar una respuesta satisfactoria. Al principio pensé que tal vez eran dos los gatos muertos, pero esa idea era tan estúpida que fue desechada con rapidez. Lo vi, con claridad casi fotogénica, estaba temblando, con vida, muriendo lentamente, pero el cadáver no era el de una muerte reciente. Si había pasado algo; ese algo fue anormal, misterioso y tétrico. ¿Una enfermedad? Sí, eso debía ser. Algún tipo de virus. Y seguro era extremadamente contagioso. ¿Estaría contagiado? ¿Mi hija estaría contagiada? Me mordí el labio inferior hasta hacerlo sangrar. Si era un maldito virus, todos estábamos ya jodidos. No había salvación alguna, más que esperar la muerte. Al menos sabía que antes de la muerte venían los vómitos, y realmente esperaba que eso fuera uno de los síntomas.
Editado: 08.09.2019