El Virus de la Purga

Capítulo V

Los aullidos se hicieron más penetrantes y desesperados. Y tan pronto como la luz de las llamas descendió una ráfaga de detonaciones tuvo lugar. Los disparos eran los de un arma de gran calibre, como rifles militares. Los disparos no cesaron hasta que las criaturas aladas dejaron de proferir gritos.

Alguien caminaba por el pasillo pesadamente y los sonidos entrecortados y difusos de una radio se acercaron a la puerta. No me importaba quien era aquel que se encontraba al otro lado, nos había salvado la vida y eso habría que agradecérselo.

—¿Profesor Mitjans?  —El hombre Golpeó la puerta con la culata del arma, a la vez que llamaba— ¡Profesor Mitjans tiraré la puerta a la de tres! ¡Uno!

La mirada de Jorge se encontró con la mía.

—Quitemos el colchón —ordenó Jorge.

—¡Dos! —Gritó aquel hombre. Quien quiera que fuera el profesor Mitjans, no lo encontraría con nosotros.  Pero me alegré de que lo estuviera buscando y más por el hecho de que se hubiera equivocado de departamento.

—¡Abriremos la puerta! —Gritó Jorge y por el hueco de la puerta pudimos ver el uniforme verde militar.

Al abrirse la puerta nos encontramos con tres hombres apuntándonos con armas largas. Las lámparas nos deslumbraron y rápidamente me quitaron de la mano la lámpara. Estaban parados sobre los cuerpos calcinados de esas criaturas sin que esto los  perturbara en lo más mínimo.

—¡Profesor Mitjans! Por mi santa madre que hemos llegado a tiempo —dijo uno de los militares dirigiéndose a Jorge—. Tenemos que marchar lo antes posible —y sujetando a Jorge por el brazo, tiró de él hacia fuera.

—Me temo que se equivocan de persona —dije interviniendo, pero los otros dos me apuntaron con las armas con más énfasis.

—Yo no cometo semejantes errores —dijo el militar que sujetaba a Jorge—. Si quieres vivir vendrás con nosotros —terminó de decir esto y alzó la mano dibujando con el dedo índice círculos en el aire.

—Su esposa y su hija están en el armario —le dijo Jorge al que, estaba más que claro, era el líder del pelotón.

El oficial movió la cabeza indicando a los otros dos que entraran en la habitación.

—Vaya por su familia —me dijo con voz autoritaria—. No tenemos más tiempo que perder.

Los soldados nos escoltaron por el pasillo de la casa. Pude contar por lo menos trece de esas cosas muertas,  pero no fueron todas las que ahí había muertas. Afuera volaban  muchas más y las mantenían a raya con potentes lanzallamas y lámparas que iluminaban de tal forma que incomodaba aunque se mirara hacia el suelo.

La ciudad ardía; se incineraba como en esas cintas en las cuales se muestra lo que precede al apocalipsis. Una completa anarquía reinaba no solo en las calles, si no en las casas, departamentos y donde quiera que hubiera personas luchando por no morir.

Grandes cantidades de ceniza caía sobre nosotros, como en la  ciudad que ya está acostumbrada a que nieve.

Nos subieron a un carro militar blindado. El vehículo se bamboleaba de un lugar hacia otro cuando en su camino se encontraba con algún auto. Las miradas de los militares nos escrutaban con severidad. Nos miraban como intrusos, pero había cierta pisca de admiración en sus rostros, aunque sabían mejor que nosotros que de  no haber llegado, seguro todos ya estaríamos muertos.

—Entonces están evacuando a toda la ciudad —dije para romper el silencio tan incómodo en el que estamos metidos.

El que creía era el líder negó con la cabeza e instintivamente los demás bajaron la mirada.

—Si ustedes están aquí, viajando rumbo a una instalación segura, es por el profesor Mitjans —dijo señalando a Jorge con la mirada.

Seguía con la idea errónea de que Jorge era un profesor. Pero lo que más me inquietaba era que Jorge no trataba de aclarar la situación. Eso me hacía pensar que si seguía con dicha farsa era solo para mantenernos a todos con vida, y eso era precisamente lo que intentábamos hacer desde hacía unas horas.

—¡Señor! Las ratas voladoras se retiran. El cielo es de nosotros de nuevo —dijo el soldado que iba en la torreta—. Empieza a amanecer.

No tenía claro cuánto tiempo viajaríamos, la base militar más cercana se encontraba a poco menos de una hora, si es que todavía seguía en pie. Karina y Taty dormían. Y Jorge parecía ver cierta información en una tableta que el oficial al mando le mostraba. Lo que sea que Jorge planeaba no me gustaba y, seguro pronto se darían cuenta, de que no era la persona que buscaban. Lo que me hizo preguntarme, si cuando se dieran cuenta que los habíamos engañado, nos bajarían, dejándonos abandonados en campo abierto a nuestra suerte. Pero ver a Jorge hablando con tanta confianza con el oficial me hizo pensar que tal vez las cosas no terminasen tan mal como las pensaba. Había una ínfima posibilidad de triunfo, y eso fue suficiente para mantener la calma el resto del viaje. Pero para ser honesto me sentía aterrado hasta la medula. Todas esos cientos de familias abandonadas a su suerte, de las cuales nadie se preocupaba y el gobierno no había tenido la decencia de informarles lo que estaba a punto de suceder, me daba corajes pensarlo. Aunque bien era cierto que nadie lo creería, como pocos lo hicieron con el comunicado, que de seguro se filtró, en televisión abierta.



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En el texto hay: apocalipsis, virus, pandemia

Editado: 08.09.2019

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