El Virus de la Purga

Capítulo VI

La sala se encontraba en un profundo silencio, como si esperásemos que de pronto, por el pequeño marco endeble de la improvisada puerta, entrara una persona gritando que el mundo se estaba yendo a la mierda, pero el peligro ya se respiraba desde hacía varia semanas. Las miradas eran furtivas y cada una de las personas que en la sala estábamos esperábamos que alguien levantara la mano y diera su punto de vista, aportara cierta información que hasta ese momento se nos escapase o que se levantase y se marchara diciendo, pues manos a la obra no hay tiempo que perder. Pero no sucedió lo uno ni lo otro.

—Señores si todo les ha quedado claro. No veo el motivo por el cual mantengan su culo pegado a mis sillas —terminó dando palmadas el coronel y fue el primero en atravesar la salida.

Todos le seguimos en silencio como alumnos a su profesor.

—Demonios Marcos —me abordó Flavio—, temí lo peor para ti y tu familia. De verdad que me alegra que estén todos bien —asentí con la cabeza medio pensativo y sin tomarle mucha importancia a sus palabras.

—¿Entonces nos vamos a Suiza? —Pregunté tratando de asimilar la idea.

—Lo sé, es una locura. No sé qué es lo que esperan que encontremos allá. Si bien nos va, encontraremos una muerte rápida a manos de unos suizos locos.

—Dicen que tenían un plan para contener la plaga, ¿no es así?

—Pues no podría decir que fuera un plan. Como yo lo veo, se dejaron llevar por el miedo y sacrificaron a todas las mascotas, y los que no quisieron hacerlo se quedaron fuera… ya sabes, de donde quiera que estén resguardados.

—¿Entonces vamos por simple especulación?

Flavio se encogió de hombros.

—No tengo ni la más remota idea de lo que podamos encontrar ahí. Hay que tener fe, mucha fe.

Me dio una palmada en la espalda y se separó de los demás dirigiéndose hacia la escalera que llevaba a la segunda planta del edificio, la cual era resguardada por dos soldados bien armados.

—¡Marcos! Antes de que partamos quiero que el profesor Mitjans mire lo que tenemos en el laboratorio —gritó Flavio y señaló con la mirada escalera arriba—. Me gustaría que vinieras con él.

Asentí de nuevo con la cabeza y miré como se perdió en la oscuridad mortecina del recinto.

Fuera era un día magnifico. El sol brillaba queriendo salir entre las copas de los enormes pinos y pude imaginar con perturbarte claridad el trinar de las aves sobre las ramas musgosas y húmedas. Realmente me hubiera gustado creer que esos días regresarían o que verían mis ojos de nuevo a esas aves, en un futuro inmediato, pero algo dentro de mí, la parte racional, sabía que nunca seria así.

Un camión militar arrastraba un carro de carga envuelto en una lona verde. Pronto supe que se trataba del helicóptero que nos llevaría hasta el aeropuerto donde trataríamos de hacernos con el avión que nos llevaría hasta Suiza o lo más cerca posible. Mientras miraba como los soldados se las arreglaban para desembarcar el aparato en el helipuerto.  Jorge se posó a mi derecha como un padre que mira con entusiasmo como su hijo se maravilla por vez primera, al ver una maquina tan maravillosa como esa.

—Puede que tengas muchas preguntas —dijo con su ya familiar idiosincrasia, como si su mente vagara en los confines del pensamiento—. Solo puedo decir que todos cometemos actos que esperamos se borren de la memoria, para así creer que nunca fueron cometidos.

Nos quedamos ahí paramos contemplando la nada, mirando, como la cámara que no enfoca. Era un hombre amable, al menos el hombre que yo conocía lo era. Tenía gustos particulares y muy frecuentemente lo miraba perderse en sus pensamientos, pero era esa una actitud muy usual entre las personas que pasaban mucho tiempo solas. Quién era no me importaba en lo más mínimo, a esas alturas hasta dudaba de mí mismo, de mi cordura.

—Flavio me dijo que quería mostrarnos algo —quise romper el incómodo pero  a la misma vez placentero silencio.

—¿El virólogo? Parece que se conocen.

—no exactamente.

Me miró a la cara y vi como mis palabras eran desnudadas por esa aguda inteligencia senil. De cierta manera nadie conocía a nadie. La muerte puede hacer surgir del interior de una persona dócil, la más terrible de las bestias humanas.

Lo acompañé a un pequeño laboratorio y empaquetamos las cosas que el creyó necesarias, de las cuales no presté ni la mínima atención y después salimos rumbo al laboratorio de Flavio.

Al volver a pararme frente al edificio tuve la necesidad de correr en busca de mi familia y no separarme de ella nunca más, pero las condiciones que me habían impuesto eran claras y no permitiría que pasasen una sola noche, vulnerables ante esas cosas voladoras. Y recordarlas me hizo pensar en que otras grotescas criaturas poblarían lo interno del oscuro y solitario bosque.



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En el texto hay: apocalipsis, virus, pandemia

Editado: 08.09.2019

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