El ruido de los trastos sonando contra el fondo de la tarja me espantó de la misma manera como lo haría un robusto hombre al impactar sus velludos puños inconformes sobre la mesa en la que come. Intenté mantener la calma y la hipócrita sonrisa delataba el nerviosismo que rápidamente iba en aumento. Me levanté de la mesa poniendo con suma delicadeza el pañuelo junto al vaso lleno de agua, al cual no le había dado ni un solo trago a pesar de la desoladora sed que en ese momento me aquejaba y sin dejar de lado la estúpida sonrisa que reflejaba mi rostro, me perdí en el pasillo rumbo a la cocina.
De espaldas estaba Karina lavando platos y vasos con el pretexto de que llegarían de un momento a otro amigos y no tendría preparados los utensilios para ofrecerles comida. Meneaba las caderas peligrosamente, no de la forma en la que pueda un hombre llegar a excitarse, sino de la manera en la que el sexto sentido que sólo tenemos los hombres, nos advierte del peligro inminente en el cual nos hemos sumido sin siquiera darnos cuenta.
Me acerqué despacio intentando no invadir su espacio personal, al menos que fuera exclusivamente necesario, la sujeté de los hombros. Al volver la mirada con la mano mojada pegada a la mejilla limpiándose una lágrima intenté descifrar el lio en el cual estaba ya metido. Y al enlazar su mirada con la mía me di cuenta, demasiado tarde, que no era yo precisamente la persona que esperaba estuviera a su espalda. Sus ojos rojos, irritados, furiosos y aunque una parte de mí se hizo ojo de hormiga para no admitirlo esa mirada desquiciada que me regaló, me desarmó por completo.
—¿Pasa algo? ¿Qué es lo que tienes? —pregunté estúpidamente y al recordar esa noche dirijo la mirada hacia el cielo como disimulando para que nadie se dé cuenta de lo estúpido que a veces llego a ser.
No hubo respuesta. Un silencio sepulcral capaz de poner nervioso al más experimentado de los sepultureros. El problema de verdad era grave, y mi sentido, ese que se desarrolla a los cinco años de haberse casado, se activó diciéndome <<¡Corre! Vuelve sobre tus pasos y no preguntes más>> Pero no es que sea de esas personas que hagan mucho caso a las voces irracionales que habitan en las cabezas de algunas personas. Así que insistí, tremendo error, y volví a formular las mis estúpidas preguntas. Ante mi insistencia volteó a verme y me hice pequeño antes su mirada psicópata.
—¡De verdad que eres idiota! —dijo colérica y se volvió para continuar con su labor.
—No entiendo —dije despacio, casi sumiso, intentando no hacer una escena o por lo menos para que no se saliera de control y contexto. Primero tenía que saber que era lo que había hecho para después tratar de remediarlo. Supongo que así es cómo funcionan todos los matrimonios, quien comete el error es juzgado y le toca doblegarse esperando que la sumisión resuelva todo el asunto. Ser lambiscón era otro método, aunque en lo personal jamás me ha resultado, supongo que por el hecho que siempre lo hago en plan relajo. Después de meditarlo un poco y sabiendo que no mentía continué— De verdad que no entiendo el porqué de tu comportamiento Karina…
—Me sorprende la inteligencia agudísima que dices tener y no ver la mierda que tiras al hablar. ¡Mira! —Dijo levantando un largo cuchillo por encima de su hombro y apuntándolo hacia mí, hacia mi rostro. La punta quedó a unos centímetros de uno de mis globos oculares y pensé que si me hubiera balanceado unos centímetros hacia ella, esa noche acabaría recibiendo un pase directo a la tienda de parches de Mamá Pirata, como premio de consolación por ser un buen chico al soportar la pérdida de un ojo— ¿De verdad crees que soy tan estúpida cómo para no darme cuenta de lo que tratas de decir con eso de <<¡ya saben, unas admiradoras!>>? Pero no es eso lo que de verdad me molesta. Porque sí lo sé; sé de tus amiguitas o admiradoras como tú las llamas. ¿De verdad creías que eras el amo de la discreción? —Miré como la espuma blanca resbalaba por la hoja acerada del utensilio de cocina— Lo que no tolero y jamás perdonaré, es que lo dijeras en mi cara, frente a mi familia, en mi puto cumpleaños. ¡Y cómo no te vayas te juro que…! —La punta del cuchillo que durante toda la letanía se había mantenido firme, empezó a moverse y dudé de verdad que fuera capaz contenerse.
Hay muchas cosas con las cuales un hombre no debe jugar; y la paciencia de una mujer, es una de ellas.
Di la vuelta con las manos en alto y mirándola recargado en el refrigerador, a unos cuatro pasos de distancia, comprendí que tenía unas par de copas encima y cabía la posibilidad de que la lengua se me soltara un poco, como la serpiente venenosa que realmente es. Pero estando ahí parado contemplándola, serenarme no era lo que buscaba; más bien intentaba encontrar la cara adecuada para mostrarles a los invitados, aunque no sé por qué me preocupaban, si jamás me ha importado lo que los demás piensen o no de mí.
Editado: 08.09.2019