El zapatilla de cristal. Y si el hada no viene

Prólogo

Mi familia parecía sacada de mi cuento favorito. Yo, mi padre, mi madrastra y dos hermanas gemelas. Con la única diferencia de que mi madre y mis hermanas eran de sangre. Aun así, me trataban como a la protagonista de Zapatillas de cristal. Solo mi padre me quería, solo él me contaba cuentos... y solo a él tenía que perder.
Su enfermedad avanzaba lentamente –y nadie la veía ni la trataba. Una tos breve, voz ronca, debilidad, cansancio... Y nadie prestaba atención. La desgracia tejió un nido acogedor y campaba a sus anchas –¡y yo no veía nada!

Y lágrimas caían de esos ojos ciegos, mientras el corazón se desgarraba por el dolor. Estaba sentada junto al lecho de mi padre, mirando cómo moría. La persona más querida para mí se estaba yendo de este mundo, y en la habitación estábamos solo nosotros dos. El doctor Palmer dijo que todo estaba decidido y que no sobreviviría hasta el amanecer. Y a todos los demás… no les importaba.

—¡Papá! —lloraba yo. Quería aullar como un lobo herido. Quería gritar como si fuera la última vez en mi vida. ¡Quería que el cielo escuchara y entendiera lo que estaba haciendo!

—Isabel… —susurró mi padre. Su temblorosa mano apretó la mía, y sus ojos nublados se encontraron con los míos—. Isabel, quiero contarte un cuento.

—No lo hagas, papá… —le rogué—. No hables… te duele tanto… no lo hagas…

Pero él apretó mi mano con más fuerza y me miró con insistencia.

—Isabel, debo contarte un cuento.

—Está bien, papá —susurré, secándome las lágrimas.

Mi padre tosió, jadeando, y mi corazón se encogió una vez más. ¿Sería acaso el último ataque? ¿El ataque que se lo llevaría? ¿Lo arrancaría de mis brazos amorosos y lo hundiría en el abismo del sufrimiento?

Pero el ataque pasó. Mi padre reunió fuerzas, apretó mi mano nuevamente y comenzó su relato:

—Había una vez… no hace tanto tiempo… en un reino… —hablaba con un hilo de voz, haciendo pausas frecuentes— …vivía un príncipe.

Un sollozo desesperado escapó de mi pecho: ¡cómo deseaba escuchar sus cuentos para siempre! ¡Cómo deseaba que su voz nunca se apagara! Pero este cuento… este era el último.

—Un día, el príncipe cabalgaba junto a un río. Allí lavaban ropa… dos muchachas. Dos hermanas de incomparable belleza. Campesinas simples, estaban tan absortas en su trabajo… que no notaron al príncipe de inmediato. Y él se enamoró… a primera vista. La hermana mayor lo conquistó. Desde entonces, ya no era él mismo. Huía del palacio… solo para volver a verla. Paseaba con ambas… Porque eran inseparables. Siempre juntas, siempre dos… Pero él amaba a una. ¡Oh, gran soñador! No pensaba en lo que diría la corte… no pensaba en que era una campesina… Y ella lo amaba. Pero la otra… Tal vez el orgullo y los celos le cegaron los ojos. Tal vez se deslumbró por su propia belleza. Él cortejaba a su hermana… pero ella pensó que lo hacía con ella. ¡Quién podría imaginar cómo terminaría esto! El príncipe se casó con su amada. La hermana no dijo nada. Pasó un año, pasó otro. El príncipe se convirtió en rey. La pareja real tuvo una hija… De repente, estalló la guerra. Un ejército enemigo avanzaba… arrasando todo a su paso. Pero ellos solo miraban al frente. Nadie miraba… lo que ocurría bajo sus narices… Nadie pensaba… cómo el enemigo sabía de cada punto débil. Nadie se cuestionaba… por qué una delicada muchacha estaba tan interesada en los consejos de guerra. Y la hermana escuchaba… conteniendo la respiración. Capturaba cada palabra. Solo una vez el general bromeó… que debería ser estratega. Algo inteligente había dicho. Y luego se fue. Esa noche no volvió. Esa noche… el palacio fue tomado. Alguien había copiado el mapa de los pasadizos secretos… y se lo entregó al enemigo. ¡Si tan solo alguien lo hubiera sabido! ¡Si lo hubieran sabido! Pero la hermana había perdido la razón por un corazón roto… Y a la pareja real apenas le dio tiempo de escapar. Fueron acogidos por un fiel amigo del príncipe. Y cuando descubrieron quién los había traicionado… El amigo apenas pudo convencer al rey de huir. Por toda la fortaleza se llevaron a cabo registros… Aún los buscaban… Entonces despejaron su camino con espadas, corrieron por un pasadizo… Pero todo se decidió con una flecha fatal. La reina fue herida. No, la herida no era mortal… Pero ella no podía seguir. Necesitaban esconderse. Pero la bebé, su hija… Estaban dispuestos a arriesgarse… pero no a condenar a la niña. El rey la entregó a su amigo. Porque todos conocían a la pareja real… Pero a su compañero, a su humilde familia… ¡Cómo cambia la gente cuando la vida los saca de su eje! Pensaron que sería lo mejor. Se separaron y acordaron encontrarse en una semana. Pero la semana pasó… El amigo, junto con su esposa y la niña, llegó al lugar acordado… Y solo encontró una emboscada. Apenas lograron defenderse. Pero todas sus esperanzas… se desmoronaron. Seguían creyendo… que el rey y su esposa lograrían escapar… Pero no. Por todas partes merodeaban los despreciables servidores… Permanecer en el reino era demasiado peligroso, y, con el corazón desgarrado, la pareja se trasladó a un reino vecino. Durante mucho tiempo, el compañero del rey esperó verlo… pero nunca supo qué fue de él. Sin embargo, sabía con certeza: si lograban sobrevivir… buscarían a su hija. En su hombro había una marca única… una curiosa mancha de nacimiento que, milagrosamente, se parecía al emblema de la dinastía real: una rosa en llamas… y que siempre confirmaría su linaje y permitiría reconocer a la hija perdida —susurró mi padre.

Esbocé una amarga sonrisa: yo tenía exactamente la misma marca en el hombro (una extraña mancha irreconocible). A mi padre le gustaba hacerme la heroína de sus cuentos.



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En el texto hay: reinos, primer amor, medieval

Editado: 08.01.2025

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