El zapatilla de cristal. Y si el hada no viene

Сapítulo 26

–¡Sandoval! –gritó Klin, saltando de su asiento.

–¡Sí! –asintió Soroka.

–¿Cuántos? –agarró el arco y el carcaj.

–¡Una multitud!

–¿Ya están aquí? –se echó el carcaj al hombro.

–¡Sí!

–¡Pero cómo?! ¡¿Y la guardia?! –comprobó si la espada salía libremente de la vaina.

–¡Los han eliminado, eso es todo!

–¡Merien, coge a los niños y huye! –se detuvo en la puerta–. ¡Soroka, como un halcón, a Iskra! ¡A las posiciones de combate, chicos! –salió corriendo de la casa–. ¡Que Alttar nos bendiga!...

Vishka y Hurtovína corrieron tras él. Y yo me quedé petrificada en el sitio, fuera de la realidad. «¿Qué? ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cuándo?» –era como si alguien hubiera puesto una pared en mi cabeza, y ningún pensamiento sensato podía atravesarla. Solo los gritos desesperados llegaron a mi consciencia, esos alaridos terriblemente interrumpidos quedaron grabados para siempre en mi memoria… Un terror puro me heló hasta los huesos.

Unos segundos de petrificación –y salí corriendo de la cabaña. Apenas asomé la cabeza por la puerta… y una flecha pasó rozándome la nariz. Quizás un ratón chillara más alto, pero ese silbido me aturdió más que un trueno.

Un ejército armado hasta los dientes avanzaba desde el este del asentamiento. Flechas implacables precedían su marcha, derribando todo ser viviente: esas flechas daban en el blanco, y la gente gritaba y caía al suelo, la muerte se extendía en manchas rojas, y el pueblo se teñía de carmesí. Unas cuantas antorchas –y un espeluznante crepitar. Varias tejas se incendiaron con llamas infernales, un humo acre se extendía entre las piernas…

–¡Mirad! ¡Estos perros incluso ladran! –gritaban los jinetes de Cormungund, cortando a todo el mundo.

Y mi mirada captó unas siluetas familiares. Vishka y Hurtovína corrieron en direcciones opuestas. Quizás pasaron unos segundos desde que salieron de la casa y ni siquiera llegaron a sus posiciones. Desde el lado de Gilbert, mi consciencia percibió más terror, y corrí tras Hurtovína. Agachándome, corrió hasta una cabaña y abrió una trampilla al lado de ella. Me pegué a la pared: bajo la trampilla había armas.

–¡¿Y tú qué haces aquí?! –Hurtovína se giró y me miró fijamente.

–¡Estoy en pánico!

–Debías ir tras Merien… ¡Ay, toma! –me dio un arco con flechas–. ¿Sabes usar esto?

–¡Lo intuyo!

–¡Aquí! –me agarró de la mano y me arrastró hacia un escondite–. ¡Intenta disparar, pero no te asomes!

¡Disparar?! Cuando dije que lo intuía, quería decir que solo lo intuía, ¡no que iba a disparar! Así que lo único, aunque sea algo parecido a la orden, que hice fue echarme el carcaj al hombro.

La ventisca tensaba una y otra vez la cuerda del arco, y las flechas rasgaban el aire, encontrando siempre su objetivo. Su rostro, pétreo y concentrado, no mostraba ni sombra de miedo. Yo, en cambio, temblaba de pies a cabeza… Porque los alaridos de muerte resonaban con más fuerza, porque el humo negro y corrosivo se deslizaba con más rapidez… Ahogándome en el terror, me aterraba aún más la imposibilidad de respirar, y por eso me ahogaba todavía más.

— ¿Tienes miedo? — La Ventisca no dejaba de lanzar sus mortíferos mensajeros, pero con todo, percibió con preocupación mi petrificación.

— ¡Mucho más que miedo!

— No te preocupes, es natural — intentó tranquilizarme.

— ¡Hay muchos más!

— Tranquila, ya estamos acostumbrados.

— ¿Esto es… normal para ustedes?

— Parece que sí — La Ventisca se giró hacia mí y esquivó por poco una flecha enemiga—. Me gustaría descansar —masculló, apoyándose en la barricada—, pero no hay tiempo. Cada segundo cuenta —introdujo la mano en el carcaj en busca de otra flecha.

— ¿Y tú no tienes miedo? —por fin logré articular las palabras sin gritar.

— ¿Yo? ¡Claro que sí, tengo miedo! Simplemente soy consciente de que mi segundo de pánico le puede costar la vida a alguien. A mi mujer, a mis hijos… Cada vez que el alma se me escapa por los pies, me doy cuenta de que hay cosas más importantes que mi miedo. Y estoy dispuesto a luchar por ellas, incluso si… —no terminó la frase.

— ¿Incluso si qué? —pregunté, girándome hacia él.

Ese fue mi error del día.

La Ventisca, tendido en el suelo, tenía una flecha clavada en la garganta. Una mancha carmesí inundaba mi visión, la sangre brotaba con cada latido del corazón agonizante. ¡El hombre con el que había hablado hacía apenas unos segundos, estaba muerto! Estaba a punto de gritar, pero el grito, como los demás, se quedó atascado en mi garganta. Todos los sonidos se fundieron en un ruido indistinto que, como a través de gruesas capas de agua, llegaba a mis sentidos. Y los colores… se redujeron a uno solo: rojo. Carmesí. Infernal. ¡El más terrible del mundo!

Mi mirada, vidriosa, se quedó fija en el cuerpo sin vida. Todo desapareció de mi vista —sólo él permanecía. Sólo el horror, sólo la sangre. Sólo esa flecha que se lo había llevado, como pronto se llevaría…

— Eh, ¿me oyes? —una voz me susurró al oído, y reconocí la de la Atalaya—. ¡Isabel, ¿me oyes?!



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En el texto hay: reinos, primer amor, medieval

Editado: 10.04.2025

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