El mundo ha cambiado. Se ha roto. Intentamos repararlo con las pocas herramientas de las que disponemos ahora y está siendo muy complicado. En estas dos semanas he perdido a más seres queridos que en toda mi vida. Algo nos ha ido matando, algo que no entendemos del todo. La muerte flota en el aire, como si se hubiera quedado atrapada en las paredes, en las calles desiertas, en el silencio que nos rodea. Tenemos miedo, miedo de salir, de buscar comida, agua o lo que sea. Miedo a hacer cualquier cosa. Es como si el mundo hubiera dejado de ser nuestro y cada paso fuera un desafío que podría costarnos la vida.
El primer día, cuando Adrián y Tomás volvieron del bar y mientras intentaban hacer funcionar los móviles, me entró una necesidad urgente de ver a mis padres. Ellos vivían en la carretera que atravesaba el pueblo, en el único edificio grande que había. Pensé en llevarme a Sofía conmigo, pero verla tan asustada me hizo dudar. Miré hacia nuestra casa, tan cerca y a la vez tan lejos. No podía arriesgarme a exponerla a lo que fuera que había matado a esas personas, pero tampoco quería separarme de ella.
La guie por los hombros hacia nuestro hogar. Nos detuvimos a pocos metros de la puerta y me agaché, agarrándola suavemente.
—Sofi, escucha, Rolo y tú os vais a casa con Nora. Toma las llaves. Entrad rápido y no abráis a nadie hasta que yo vuelva.
Sofía me miraba con los ojos llenos de lágrimas, su miedo era evidente.
—Pero mamá, yo... Nora está durmiendo y voy a tener miedo...
—Cariño, tienes que ser valiente. Ve con tu hermana, métete en su cama y quédate con ella. Yo voy a buscar a los abuelos y luego vuelvo con vosotras.
Me temblaba la voz al decirlo, pero intenté sonar firme.
—Prométeme que vas a cerrar bien la puerta y que no vais a salir, ¿vale?
Sofía asintió lentamente, su mano aferrada a las llaves como si fueran un salvavidas. Se giró y echó a correr hacia la puerta. Me quedé quieta hasta verla entrar y cerrar tras de sí, sintiendo un nudo en el estómago que apenas me dejaba respirar.
Cuando Sofía ya estaba dentro de casa, le comenté a Adrián la urgencia de ir a ver a mis padres y, ante la imposibilidad de realizar una llamada a emergencias, decidió venir conmigo en dirección al retén de la policía, que quedaba un poco más adentro del pueblo. Tomás también se unió.
Recorrimos los trescientos metros en un pesado silencio que solo se veía interrumpido por algún “¡Joder!” de Tomás o un “¡Pero ¿qué coño ha pasado?” de Adrián.
A unos cien metros del edificio, empezamos a oír unos lamentos que nos pusieron más alerta si cabe. Apretamos el paso para llegar lo antes posible. Cerca del portal del edificio de mis padres, nos encontramos dos escenas perturbadoras: Alicia, una chica que vivía en esa calle, llevaba en brazos un cuerpo pequeñito, claramente sin vida y lanzaba alaridos mirando al niño mientras avanzaba hacia nosotros. En la otra acera, delante de ella, había un bulto en el suelo, un cuerpo tendido con un brazo estirado al frente, con el que sujetaba una correa finita y, al final de esta, había un pequeño chihuahua que se puso nervioso al vernos y nos movía el rabito.
Ambas escenas, juntas, eran lo más perturbador que había visto en mi vida.
Alicia chica avanzaba tambaleándose, con el rostro desencajado y el cabello revuelto. El niño, de unos tres años, yacía rígido en sus brazos, su cuerpecito inmóvil como si aún intentara aferrarse a la vida que ya había abandonado. La pijamita de dinosaurios que llevaba puesta hacía que la escena resultara aún más devastadora.
—¡Diana, Diana! —me lloraba extendiendo el cuerpecito hacia mí—. ¿Qué le pasa a mi niño? ¡Diana!
Yo no sabía cómo actuar, estaba completamente paralizada. Era una película de terror en 5D. Y, como hecho a propósito, aparecieron mis padres por el portal del edificio. Verlos sanos y salvos me dio un soplo de aire para poder responder a la vida, que me tenía tan paralizada. Sus caras, al ver la escena, eran de puro horror. Mi madre me hizo un gesto como preguntando qué pasaba. Como si yo lo supiera... Cuando volví a mirar a Alicia, vi que Tomás y Adrián le estaban hablando, pero ella solo me miraba a mí, estaba esperando que volviese a ella, haciendo caso omiso a todo lo que le pudieran decirle los demás. Solo quería hablar conmigo: mujer, madre, médico. Le comprobé el pulso al niño, por hacérselo un poco más suave, era obvio que estaba muerto. La piel fría y acartonada me lo confirmó.
—Alicia, vamos a llamar a una ambulancia, ¿vale? —me sentía idiota mintiéndole tan descaradamente, pero no quise sacarla de su shock ahí, así.
—Germán también está así, ¿sabes? —por un momento perdió la mirada y le habló al vacío, como empezando a entender algo—. ¿Les habrá sentado algo mal? He trabajado en el turno de noche y acabo de llegar, pero yo cené lo mismo que ellos... Están sufriendo ¿sabes? ¿Puedes venir a ver a Germán también, Diana?
—Alicia —le dije, intentando que centrase la mirada en mí—, voy a casa de mi madre a llamar a la ambulancia, que los móviles no van, ¿vale?
La dejé con Adrián y Tomás, que le pasaban el brazo por la espalda en señal de acompañamiento. ¿Qué más podían hacer? Al llegar al portal, mi madre tenía peor cara si cabe. Mi padre paseaba de un lado a otro del patio interior, claramente afectado. Y entonces, recuerdo que volví a sentir una urgencia tremenda, un dolor en el pecho. Las niñas. Ya no me parecía bien que estuvieran tan lejos de mí, aunque estuvieran encerradas en casa. Necesitaba tenerlas cerca, dados los acontecimientos. Y antes de que mi madre pudiera preguntar nada sobre lo sucedido, le pedí las llaves de su coche.