El Zumbido

El material

Me dormí en la mecedora de puro agotamiento. A las ocho de la mañana del día veinticuatro me despertó Sofía acariciándome la cara con delicadeza. En cuanto vi sus ojos sentí algo parecido a la felicidad, pero fue fugaz. Cuando enfoqué bien la vista, noté su mirada cargada de pena, los ojos inundados de lágrimas. Y cuando reaccioné, miré instintivamente a la calle y vi los bultos tapados, a Adrián. Recordé de golpe mi realidad. Entendí que nuestras vidas eran ahora una pesadilla y abracé fuerte a mi pequeña que entonces soltó todo el llanto que estaba reteniendo.

—¡Papiiiii, paaaapiiiii! —gritaba en mi cuello.

No pude evitar llorar con ella y sentir todo el amor que le tenía a Adrián, quemándome el pecho, pugnando por salir.

—Shhhh, ya cariño… ya… —la consolaba, pero me parecía tan absurdo hacerlo…

Cuando levanté la cabeza, me encontré con Nora, que llevaba en brazos a Iris. La mirada de mi hija mayor era de alguien roto, devastado. Pero en esa aura que desprendía, pude entrever un gesto, una pequeña señal que pedía contención. Un pedido silencioso de normalidad, al menos para Iris. Le di un último abrazo sentido a Sofía mientras decía

—¡Mira quién está aquí! ¡Buenos días, Iris!

La pequeña escondió la cara en el cuello de Nora, mirándome de reojo. No dejaba de ser una criatura de tres años que se había visto despojada de su familia de un día para otro y obligada a dormir en una casa ajena, envuelta de dolor.

Sofía reaccionó con una madurez que no esperaba. Se recompuso y fue a saludar a Iris. La pequeña se le echó a los brazos con una sonrisa.

—La abuela está haciendo crepes para desayunar. ¿Por qué no vais con ella y la ayudáis? —las animó Nora.

Sofía me miró poco convencida, pero en seguida entendió que esa pequeña era ahora nuestra responsabilidad y que, entre todos, debíamos hacerle la vida más sencilla.
Cuando se marcharon, Nora se arrodillo a mis pies y apoyó la cabeza en mi regazo. Yo le acaricié el cabello y sentí cómo empezaba a llorar silenciosamente. No dijo nada, pero no hacía falta. Yo volví a romperme de nuevo. Después de unos minutos, se limpió la cara y más serena, se atrevió a preguntar.

—¿Qué está pasando, mamá?

—No lo sé, Nora. No sabemos nada.

—¿Qué vamos a hacer sin papá? —sus ojos volvían a anegarse.

—Ser fuertes, como lo era él. Y apoyarnos unas a otras. A los abuelos y a Iris, que se ha quedado sola. Y a Hugo, que probablemente también. Y a la tía Agustina, que solo nos tiene a nosotros.

—No sé si voy a poder, mamá… todo esto es muy fuerte.

—Sí… —le besé la frente y le acaricié de nuevo— Vamos con los abuelos, anda.

—Mamá, tú no vas a salir, ¿verdad?

Por un momento no supe qué responderle, pues me había prometido quitar el cuerpo de Adrián ese día si no llegaba ningún tipo de ayuda antes.

—¿Mamá?

—Quiero quitar a papá de ahí —no pude mirarle a los ojos.

—¡No, mamá! ¡No salgas!

—Lo vamos viendo, Nora —ella negaba con la cabeza—. Hace más de quince horas que no ha ocurrido nada. Quizás se haya acabado.

—¡No lo sabes! ¡Tú misma has dicho que no sabemos nada!

No pude responderle más. No podía rebatirla, tenía razón. Pero tampoco podía prometerle nada.

La mañana avanzó en un silencio tenso. Mi padre y yo estuvimos trasteando móviles, televisiones y radios, sin conseguir ninguna señal. Las niñas jugaban con Rolo y el pequeño chihuahua. Mi madre se dedicó a planchar como si fuera un martes normal.

A mitad mañana, aparecieron por casa primero la tía Agustina y después Hugo. Era la primera vez que le veía desde el día anterior. Nos cruzamos la mirada y supe que no había dormido demasiado bien. Como todos.

Mi tía venía con la idea en la cabeza de hacer una cena de Nochebuena.

—Pero Agustina ¿Qué dices? —mi madre se escandalizó solo de pensarlo.

—Cenar tenemos que cenar todos ¿no? —nos miró y, al reparar en las caras que llevábamos, añadió— Bueno, quien pueda comer algo…

—A mí no me parece mala idea. Si estos tienen que ser nuestros últimos días, que sean bonitos —añadió mi padre.

—¡Guillermo! —le gritaron mi madre y mi tía a la par.

Nora agachó la cabeza, con mucho pesar. Mi padre nunca ha tenido mucho tacto con las palabras.

—Mañana es Navidad —murmuró Sofi, mirando al vacío.

Hugo y yo nos miramos. En cualquier otro momento, esa frase habría sido normal. Pero ahora sonaba casi cruel. Entonces, una vocecita infantil rompió la tensión como un cuchillo en la carne.

—¿Va veñí Papá Noé?

Hubo un silencio de varios segundos. Todos nos miramos como decidiendo si empujábamos a esa pobre niña a la cruel realidad o si le hacíamos la vida más agradable. Decidí yo.

—¡Sí, Iris! ¡Esta noche viene Papá Noel!

Las caras de mis hijas y mis padres eran de puro desconcierto. Hugo, en cambio, me sonrió con complicidad.

Sí, mi actitud o la de mi tía Agustina podía parecer la de unas taradas, pero ¿qué podíamos hacer con esa criatura? ¿Llenarle la vida de miedos, llantos e incertidumbre que ella no podía llegar a entender? Verla sonreír un poquito, después de haberlo perdido todo, me confirmó que era lo mejor que podíamos hacer.
—Bueno, pues… —mi madre lo estaba asumiendo— haremos la cena. ¿Agustina, nos ponemos?




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