El Zumbido

Navidad

Pero sí, esta vez también paró.

Hugo y yo nos miramos con desconcierto, pero no tardé ni un segundo en levantarme como un resorte y encaminarme a casa de mis padres. Él también salió.

Escuchaba voces, ladridos y algún llanto. Abrí y me encontré a mi padre. Se extrañó al verme fuera de casa.

—Estamos bien, estamos bien.

Entré a ver a las niñas, que, aunque con cara de preocupación, parecían tranquilas. Iris lloraba en brazos de Nora. Llamaba a “mamá”, y a mí me rompía el alma.

—Ya está, cariño —le acaricié la cabeza—. Ahora a dormir. Id a dormir, chicas, todavía es de noche.

Se fueron hacia las habitaciones sin rechistar. Era terrible ver cómo lo habían normalizado.

Mi madre estaba en la cocina, apoyada con una mano en la mesa y la otra tapándose la boca. La abracé.

—Ay, hija… qué desastre.

Mi padre le acarició la espalda.

—Vamos, Cecilia, intentemos dormir un poco más.

—¿Esto va a seguir así siempre? —dijo con la voz entrecortada—. Yo quiero ver a mis hijos...

A mi padre se le humedecieron los ojos.

—Iremos, mamá. Te lo prometo. En cuanto podamos salir de forma segura, iré a buscarlos.

Alguien llamó a la puerta principal. Era Hugo, que había hecho ronda.

—Todos están bien —informó—. Voy a ver si puedo descansar algo.

—Sí, yo también —le miré con cariño—. Gracias por lo de esta noche. Me ha venido muy bien.

Sonrió y se marchó a su casa.

Dormí a intervalos hasta que la luz del sol entró con fuerza por los agujeros de la persiana. Las niñas seguían durmiendo. Escuché voces en la cocina.

Cuando me acerqué, oí que mi madre intentaba convencer a mi tía de que no se metiera en ningún coche a esperar nada.

—Cecilia, ¿desde cuándo tienes que decirme tú lo que tengo que hacer?

—Agustina, por el amor de Dios, ¿es que no sabes que puedes quedarte ahí?

Mi tía bajó la voz.

—¿Pero no entiendes que, si no sale alguien para comprobarlo, vamos a morir aquí todos encerrados como ratas?

—Ay, mira… haz lo que quieras —dijo mi madre, rompiendo a llorar.

Cuando entré yo, se recompuso un poco. Mi tía quiso cambiar de tema.

—Bueno, Diana, ¿hacéis una comida de Navidad o qué?

—Tía, en serio… Lo de ayer ya fue suficiente.

—Ya, cariño, pero me sabe mal por Adela y Vanesa…

—Adela dijo eso porque no sabía cómo decir que no.

—Pues también es verdad… Por cierto, me voy ya para abajo. Voy a meterme en el coche de Hugo, que está en la acera de enfrente. Por favor, no digáis nada a las niñas y que no estén pendientes mirando por la ventana.

—No, tía. Tranquila.

Le dio un abrazo sentido a mi madre y otro a mí. Y se fue tan pancha a casa de Hugo a por las llaves. Llevaba una bolsita en la que pude entrever una botella de agua, galletas y lo que parecía un plátano pocho. Debajo del brazo llevaba una almohada y un libro. Me dolió el pecho al verla marchar así, tan valiente, con su chaqueta acolchada y sus zapatillas cómodas, como si simplemente fuera a dar un paseo… sabiendo que quizás no volvería con vida.

Pasamos las siguientes horas sin saber qué hacer. De vez en cuando nos acercábamos a la ventana y, si mi tía nos veía, nos saludaba risueña. Se había acomodado en los asientos traseros y leía el libro, como quien espera un autobús.

Adela vino a casa de mis padres.

—¡Tu tía, Diana! ¡Que está en la calle!

—Sí, Adela. Creemos que el metal protege de los ataques y ha querido bajar a probar…

—¡Pero que la va a matar! —Adela tenía los ojos fuera de sí.

—Adela, lo ha decidido mi tía. Ella está conven…

—¡Estáis locos, como cencerros! —Se fue escaleras abajo— ¡Habéis mandado a la pobre mujer a morir!

La seguí oyendo despotricar unos segundos más. Tenía razón, pero no podíamos quedarnos de brazos cruzados. Pensar en las consecuencias de no buscar una solución al encierro que estábamos viviendo, justificaba cualquier riesgo.

Cuando volví a entrar en casa, me encontré con Nora y Sofía, que acababan de levantarse. Sofía me abrazó con media sonrisa… Nora ya no sonreía. Hacía horas y horas que no lo hacía… Los regalitos seguían en la mesa, esperando.

—¿Despertamos a Iris? —preguntó Sofía con voz queda.

—Sí, vamos a hacerle un día un poco más bonito.

Me acerqué a la habitación, donde Iris dormía acurrucada, abrazada a su manta. Me senté en el borde del colchón y le acaricié suavemente la mejilla.

—Iris… mi amor, despierta. Ha venido papá Noel.

Sus ojitos se abrieron de golpe.

No necesitó más. Se levantó de un salto y salió corriendo al salón, donde Sofía y Nora la esperaban con una sonrisa cómplice.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.