Hugo paró en la acera y salió del coche. Se acercó al dron, que bajaba lentamente hasta quedarse flotando justo delante de su cabeza. Cogió la bolsita y volvió al coche. La abrió con manos temblorosas. Dentro, además del papel, había un bolígrafo.
En la nota decía:
“Hola, soy Fede. Estoy en la garita de vigilancia de la urbanización La Vereda. ¿Sabéis qué está pasando? Estoy solo aquí y no me queda ni comida ni agua. Os he visto salir en coche. ¿Es que allí no os llegan las descargas? ¿Podéis contestarme escribiendo en el reverso del papel? Por favor, tengo hambre y frío.”
—Hay más gente… —fue lo único que atiné a decir.
—Deberíamos ir a por él —contestó mi padre.
—¿Te fías, Guillermo? —preguntó Hugo, dudoso.
—Pues no lo sé. Imagino a esa pobre persona ahí, sola, sin imaginar siquiera lo que puede estar pasando, muerta de hambre y de frío…
—Yo preferiría hablar un poco más con él… —les dije.
—¿Así? ¿Con papelitos? A este ritmo se nos muere de hambre —dijo mi padre.
Nos quedamos callados, cada uno buscando una solución.
—Quiero ir al retén —dijo Hugo, de repente.
—¿Al retén?
—Sí. Quiero coger walkie talkies. Nos vendrán muy bien. Vamos.
—¿Y qué hacemos con el chico este? —dijo mi padre preocupado.
Hugo no contestó. Sacó el boli de la bolsita y, apoyado en el salpicadero, escribió en grande:
“Síguenos.”
Salió y lo puso delante de la cámara del dron unos segundos. El aparato subió y bajó unos centímetros. Yo lo entendí como un asentimiento.
Nos dirigimos al retén. La idea de la farmacia había quedado aparcada por el momento y nadie decía nada. Mi padre y yo estábamos pendientes de los movimientos de Hugo, que iba muy decidido. El dron nos seguía.
Al llegar, entró rápido con una bolsa de basura, pero estuvo allí como cinco minutos que a mí me parecieron eternos. Al fin, salió con la bolsa llena y una expresión cansada. El retén, y todo lo que hubiese dentro, se quedó con su entereza y vitalidad.
Antes de entrar al coche, encendió un walkie y lo mostró al dron. Después le enseñó cuatro dedos de la mano. Metió el walkie en la bolsa, volvió a salir y se lo volvió a colgar al dron. Este alzó el vuelo y se desequilibró un poco, pero enseguida se estabilizó y, con una velocidad moderada, se marchó.
Como al entrar al coche de nuevo, ni mi padre ni yo decíamos nada, Hugo tomó la palabra:
—Le he dicho que se conecte en el canal 4. Hablaremos con él y, si nos fiamos, iremos a recogerlo cuanto antes.
La idea de que alguien más seguía vivo y no saber cuáles eran sus intenciones en la situación en la que estábamos, me puso nerviosa.
Antes de volver a casa, decidimos ir rápidamente a la farmacia para ver si podíamos entrar y coger algo. Tuvimos suerte y, en menos de cinco minutos, Hugo y mi padre ya habían abierto la persiana. Después rompieron el cristal de la puerta, lo que me hizo estremecer. Estábamos saqueando la farmacia a la que había acudido toda mi vida…
Volvieron con un par de bolsas llenas de medicamentos, productos de higiene femenina, vendas, toallitas antisépticas y algunas cosas más.
Una vez en el edificio, Luis salió a nuestro encuentro en el patio, pidiéndonos la leche y los cacahuetes.
—Luis, mañana. Ya hemos estado mucho tiempo expuestos. No es tan fácil —le dije.
—Pero si el material repele…
—¿Quieres que vayamos ahora al súper tú y yo, Luis? —le dijo Hugo.
—No, no. Mañana vais vosotros.
—Correcto. Mañana iremos nosotros.
Después fuimos a llevarle a Vanesa las compresas, lo que agradeció enormemente. Se le veía mejor, pero estaba claro que no tenía intención de involucrarse en incursiones, investigaciones y demás.
También avisamos a todos que teníamos medicamentos por si alguno necesitaba. Adela nos pidió analgésicos porque estaba con migrañas un par de días.
Mi madre y las niñas nos recibieron con alegría. Estuvieron sacando el contenido de las bolsas y ordenándolo en unos estantes del salón. Hugo sacó cinco walkies y encendió uno. Cuando se conectó al canal cuatro, empezó la estática. Pulsó el botón para hablar y llamó a Fede. La respuesta no tardó en llegar.
—Hola —su voz sonaba desesperada—. Dios, hay alguien… Estoy desesperado.
—Cuéntanos, Fede. ¿Cómo has sobrevivido? ¿Sabes algo? —Hugo empezó a indagar.
La estática duró más de lo que esperábamos.
—No… No sé cómo he sobrevivido, no sé nada. Estoy aterrorizado —se le rompió un poco la voz—. La noche que empezó, estaba en la garita de guardia. Entraba a las diez a trabajar y acababa a las siete de la mañana. La primera descarga me dejó loco. Salí corriendo a ver qué había pasado, pero como no oí nada, no le di más importancia y volví a entrar. Al día siguiente, mi compañero no venía a relevarme y le llamé, pero no podía hacerme con él. Tampoco con la empresa… Así es que me quedé allí esperando. Se me hizo raro no ver salir o entrar a nadie de la urbanización. Fue entonces, cuando apareció un coche de la policía. En principio sentí alivio, hasta que el policía bajó con la cara desencajada y gritando “¡Están todos muertos!”. Mientras se acercaba a la garita, volvió una nueva descarga y lo vi caer allí mismo —No pudo seguir por el llanto y cortó la comunicación.