El Zumbido

Uno más

Bajó del coche corriendo, torpe, con la mochila medio abierta rebotando en su espalda. En una mano llevaba el dron y el walkie colgando, en la otra, la pistola. Su cara era de puro pánico. Hugo y yo nos miramos pensando en si abrirle o no.

—¡Abridme, por favor! —gritó Fede ya subiendo el bordillo—. ¡He venido como dijisteis!

Pero no nos movimos. La pistola nos tenía paralizados.

—¡¿Qué hacéis?! ¡Me estáis dejando fuera! —empezó a golpear la puerta.

—¡Tira eso! —le gritó Hugo, señalando la pistola.

—¿Qué…? ¡Joder! —Fede se quedó parado mirando su propia mano como si acabara de descubrir el arma.

—¿Confías en nosotros o no? —solté yo, con voz más aguda de lo que pensaba.

—¡Claro que confío! ¡Esto es del poli! ¡La he traído por si hacía falta! ¡No-no quiero haceros nada! —la dejó en el suelo, con cuidado y nos miró—. Por favor…

Hugo le abrió.

Fede entró como si cruzara una frontera. Se dobló de golpe, dejando caer dron, mochila y walkie. Puso las manos en las rodillas y empezó a respirar para tranquilizarse.

—Lo siento —dijo—. Lo siento. No quería asustaros.

—No pasa nada —contestó Hugo—. Pero entiéndelo. Estamos todos al límite.

—Ya, ya… no lo he pensado, lo siento.

Cuando se incorporó, hizo un amago de sonrisa amarga, mientras nos tendía la mano.

—Yo soy Diana. Él, Hugo.

—Encantado.

Se quedó callado, mirando las cosas del suelo, indeciso. Nos miró a nosotros, volvió a mirar las cosas… Y, finalmente, rompió a llorar y me abrazó. Fue un poco brusco y yo me quedé paralizada…

No sabía qué hacer, solo sujetar aquel saco de miedo que era el pobre hombre en esos momentos. Sentí cómo le temblaba el cuerpo y lloraba en silencio. Hugo se acercó por detrás y le dio una palmadita en la espalda.

—Ya está Fede, ya está.

Se apartó enseguida, avergonzado.

—Lo-lo siento mucho —se limpió la cara con la manga de la camisa de su uniforme.

—Tranquilo, es completamente normal que estés así.

—Vamos arriba, los demás esperan —le dijo Hugo.

Fede recogió sus cosas con cuidado, respirando profundamente. Después se giró a la puerta y miró la pistola.

—¿La dejamos ahí?

—No, no. Yo la cojo —le dijo Hugo.

Cuando entramos a casa de mis padres, solo oímos algún susurro, después silenció. En el salón estaban todos, excepto Adela y Vanesa, que habían preferido quedarse en casa y conocerlo más adelante. Cuando nos plantamos allí delante, nadie dijo nada por unos segundos. Hugo rompió el silencio.

—Bueno, pues este es Fede. Ha pasado todos estos días en la garita de La Vereda, que es donde trabaja. Trabajaba.

Fede asintió con la cabeza.

—Hola a todos —dijo con voz apagada.

Algunos sonrieron, pero nadie habló de inmediato.

Fue mi madre quien rompió el hielo.

—¿Cuántos días llevas solo?

—Cinco —respondió Fede, mirando al suelo—. Desde que murió el poli. No sé si era del pueblo o no, no lo conocía. Cayó justo delante de la garita. No me he atrevido a moverlo.

—¿Has visto más gente? ¿Alguien con vida?

—Nada. Solo… algún cuerpo —se pasó la mano por la cara, intentando contenerse—. Usé el dron de vigilancia para buscar a mi mujer, Elisa, por si… —se detuvo.

Hizo una pausa larga. Trató de seguir, pero era evidente que no podía. Pasaron unos segundos incómodos. Cuando pudo, prosiguió.

—Por si estaba en casa. Así es que entiendo que debe estar muerta, aunque no lo sé seguro —Agachó la cabeza y lloró de nuevo.

Mi madre le hizo un gesto a Nora para que se llevara a Iris y a Sofía. Mi padre se levantó y le puso una mano a Fede en el hombro.

Después, Luis, desde el fondo de la sala, murmuró:

—¿Sabes algo del origen de esto?

El hombre negó con la cabeza.

—Nada. Solo… el cielo. Y el sonido. Como vosotros, supongo. La garita tenía un viejo transistor, pero no recibía ninguna señal útil. Ni una voz. Solo ruido blanco o música de fondo. Hasta que vi vuestro coche… Gente viva, moviéndose… ahí supe que tenía que hacer algo. Si no, me moriría de hambre allí dentro.

—Ay, sí… voy a prepararte algo de comer —dijo mi madre.

—Muchas gracias, de verdad… Pero, antes de nada… ¿podría ducharme? —preguntó, casi en un susurro—. Me siento muy sucio.

Todos nos miramos.

—No tenemos agua corriente desde hace dos días —le explicó mi padre—. Solo nos quedan algunas garrafas.

—Pero puedes lavarte con un cubo y una toalla —le dije yo.

—Con eso me basta —dijo, y por primera vez, esbozó una sonrisa rota—. No quiero oler mal si voy a estar con otras personas.




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