Al día siguiente, desperté sobresaltada. Me había parecido escuchar un grito agudo, una respuesta a un zumbido. Me incorporé de golpe y me tranquilizó ver a las niñas durmiendo, fuera de problemas.
Cuando mi corazón bajó el ritmo, escuché unos gemidos apagados, discretos. Venían del salón.
Me vestí con lo que consideré más decente, pues no estábamos para malgastar agua lavando ropa y me encaminé al pasillo. Reconocí a mi madre en los sollozos y fue como si una losa de recuerdos y desgracias me aplastase en un segundo. Me asomé a la puerta y pude ver a mis padres, sentados en el sofá, ella con la cabeza en el pecho de él, llorando, rota. Mi padre, miraba al vacío con los ojos enrojecidos mientras le acariciaba la cabeza. Los dos eran la viva imagen de la tristeza, deshechos y sin ánimos de encarar un día nuevo.
El dolor me subió por el esófago hasta la garganta, como una serpiente llena de espinas. Fue una imagen que nunca olvidaré. Como la de Adrián. Como las de mis hermanos.
Unos golpes apresurados en la puerta de entrada me sobresaltaron.
—¡Diana! —sonó la voz de Luis desde el otro lado— ¡Diana, abre!
Vi a mis padres volver a la realidad, limpiarse las lágrimas y enderezarse para seguir afrontando el infierno, en la forma en la que fuera apareciendo.
Abrí y salí al rellano. Hugo también estaba saliendo de su casa.
—¡Diana, Hugo! ¡La radio!
—¿Has oído algo?
—La radio… —repitió Luis con los ojos muy abiertos— Escucho algo en la radio.
Mis padres se asomaron por la puerta, cuando ya estábamos empezando a bajar las escaleras. Mi padre vino detrás.
Bajamos a paso rápido. Al entrar a casa de Luis, nos recibió el sonido esperanzador de una retransmisión radiofónica.
“28 de diciembre. 07:00 horas. Repetimos: seguimos vivos. Si alguien recibe este mensaje, hay una zona segura operativa en el interior de la base militar de Bérida. Los supervivientes deben evitar la exposición directa al exterior. Los desplazamientos en vehículos cerrados son seguros. Si no pueden desplazarse, intenten establecer contacto a través de esta frecuencia o mediante señales visibles entre las 20:00 y las 22:00. La entrada segura a la base está señalizada desde el kilómetro 12 de la carretera CV-35, dirección este. Sigan los puntos reflectantes. Frecuencia abierta para transmisión y recepción. Repetimos mensaje cada hora. No están solos.”
El mensaje cesó. Me quedé paralizada. De repente, me entraron unas ganas absurdas de reír de felicidad. Y, a la vez, quería llorar de dolor y de miedo.
El mensaje se repitió una vez más, palabra por palabra. Luis estaba frente a la radio, con los brazos abiertos, haciendo barrera para que ninguno nos acercásemos a la radio, para que no la tocásemos, para que no borrásemos el mensaje. Hugo miraba al suelo, no parpadeaba. Mi padre estaba con la boca entreabierta.
—¿Ha dicho Bérida? —murmuré.
—Sí —contestó Luis.
Luis volvió su cuerpo hacia nosotros, todavía con los brazos en cruz.
—Es la OTAN. Los de la OTAN saben qué es.
—¿Podemos hablar con ellos, Luis?
—Sí, podemos emitir. Podemos emitir a la OTAN.
Miré a Hugo.
—¿Estamos seguros?
—¿Por qué no deberíamos estarlo? ¿Tú no quieres respuestas, Diana?
Hugo parecía un poco molesto. Sí, claro que quería respuestas. Pero también quería borrar lo que había pasado en la última semana, devolverle la vida a Adrián, a mis hermanos y a sus familias… Preguntar por la naturaleza de lo que sucedía era seguir entrando en ese túnel oscuro lleno de incertidumbres…
—Diana, si son militares, estarán preparados. Ofrecen una zona segura. Lo normal es que hablemos con ellos. Necesitamos saber si esto va a acabar pronto o si va a ser permanente.
Permanente… La sola mención de vivir así para siempre me estremeció. Asentí, abrazándome a mí misma.
—Venga, Luis. Diles algo.
Luis pulsó el botón de emisión. El aparato soltó un leve chasquido eléctrico.
—Base de… —empezó, pero su voz se quebró. Miró a Hugo y le tendió el micrófono— No sé qué decir.
Hugo lo cogió con las dos manos, como si sujetara una bomba.
—Base militar de Bérida, aquí un grupo de supervivientes en Beniarsó. Hemos recibido su mensaje. Confirmamos que seguimos vivos. Cambio.
Soltó el botón y todos esperamos, apenas sin respirar.
La radio chirrió, y tras unos segundos de estática, una voz apareció al otro lado.
—¿Hola...? —dijo, como si no creyese lo que acababa de escuchar—. ¿Han dicho Beniarsó...?
El silencio fue breve y se notaba que estaba tragando saliva. Su voz temblaba.
—Dios... Creí que no quedaba nadie más.
Respiró hondo, o eso parecía. Cuando volvió a hablar, su tono era más firme, pero todavía cálido.
—Aquí base militar de Bérida. Seguimos operativos. Tenemos zona segura, suministros, comunicaciones. ¿Están bien? ¿Cuántos son? ¿Pueden moverse?