En busca de una esposa
Frederick.
Soy el príncipe de Galia, heredero al trono y el futuro rey de este reino. Todo lo que quiero, lo obtengo. Todo lo que deseo, se me concede. Es una vida que pocos entienden y muchos envidian. Mi madre, la reina, me alienta en cada capricho, asegurándome que estoy destinado a la grandeza. Pero mi padre… él siempre encuentra algo que criticar, algo que corregir, como si no fuera suficiente ser quien soy.
El amanecer me encuentra todavía en la cama. Los suaves rayos del sol se filtran a través de las pesadas cortinas de terciopelo azul, iluminando los detalles dorados de mi habitación. Cada mueble, cada adorno, habla de poder y riqueza: una cama con postes tallados a mano, alfombras importadas de tierras lejanas, candelabros que destellan incluso en la penumbra. Este es mi mundo.
—Buen día, su alteza. —La voz de Gerard, mi asistente personal, rompe la tranquilidad.
Me estiro entre las sábanas de lino egipcio, disfrutando del momento. Abro los ojos lentamente y observo a Gerard, impecablemente vestido como siempre, con su expresión neutra y postura rígida.
—¿Qué ocurre ahora? —pregunto con pereza, girando para mirar el techo.
—Su majestad, el rey, solicita su presencia en la sala de audiencias. Es un asunto urgente.
Suelto un resoplido, ya anticipando el sermón que vendrá. No es la primera vez que mi padre exige mi presencia para hablar de “responsabilidades” y “el deber hacia el reino”. Es un hombre obsesionado con su visión de lo que debería ser un rey, y yo soy su proyecto más frustrante.
—Dile que estoy ocupado —respondo, levantándome con calma y dejando que Gerard me ayude a ponerme una bata de seda bordada.
—Me temo que no puedo hacer eso, su alteza. —La voz de Gerard es cortés, pero firme—. El rey ha insistido en que esto no puede posponerse.
Su tono despierta mi curiosidad. Normalmente, puedo retrasar las órdenes de mi padre con excusas y promesas vacías, pero esta vez parece diferente. Con un suspiro resignado, me levanto y permito que Gerard me ayude a vestirme. Elijo un traje informal, aunque perfectamente confeccionado, de tonos oscuros que resalten mi autoridad.
Cuando llego a la sala de audiencias, el ambiente es frío y solemne. Mi padre está sentado en su trono, con la espalda recta y la mirada fija en mí. El gran salón, con sus altos techos y columnas de mármol, amplifica el eco de mis pasos. Cada detalle de este lugar está diseñado para recordar a todos que el poder reside aquí.
—Frederick. —La voz del rey resuena con la autoridad de alguien acostumbrado a ser obedecido—. Es hora de que asumas tu papel como heredero.
Me cruzo de brazos, apoyando mi peso en una pierna, un gesto que sé que lo irrita.
—¿De qué estás hablando ahora? Padre.
La respuesta de mi padre llega como una bofetada:
—En catorce días, contraerás matrimonio con la mujer que he elegido para ti.
Parpadeo, incrédulo, esperando que sea una broma.
—¿Qué?
—Es una plebeya —continúa, ignorando mi reacción—. Vive en una aldea al norte del reino. Su familia ha servido fielmente a la corona durante generaciones.
Cada palabra me golpea como una piedra. Un matrimonio… con una campesina. La indignación hierve en mi interior.
—Esto es ridículo. No pienso casarme con alguien de tan baja cuna.
El rey se inclina ligeramente hacia adelante, sus ojos oscuros clavándose en los míos con una intensidad que apenas puedo sostener.
—Si no lo haces, perderás tu título. Serás despojado de tu derecho al trono y degradado a conde.
Mi cuerpo se tensa. Nunca lo había visto tan serio, tan decidido. Por un momento, pienso en rebelarme, en desafiarlo como siempre hago, pero las implicaciones de sus palabras son demasiado grandes. Ser degradado significaría perder todo: mi posición, mi poder, mi futuro como rey.
—Muy bien —respondo finalmente, con un tono frío que oculta mi furia—. Me casaré con esa mujer. Pero no esperes que sea un matrimonio feliz.
La expresión de mi padre no cambia, pero en sus ojos hay algo que no logro descifrar. Quizás piensa que este castigo me cambiará. Quizás cree que esta mujer hará algo que nadie más ha logrado: moldearme a su imagen de lo que un rey debe ser.
Pero yo tengo otros planes. Si esta plebeya cree que puede subir en la escala social a costa mía, aprenderá de la peor manera que el príncipe de Galia no es alguien con quien se juega.
Salí de la sala de audiencias con el pecho ardiendo de ira. Mis pasos resonaban en los pasillos del palacio mientras mi mente giraba en torno a las palabras de mi padre. Un matrimonio con una plebeya. ¿Cómo podía él, el rey de Galia, siquiera considerar algo tan humillante para el linaje Anthonys?
No podía aceptar esta imposición sin planear mi venganza. Si esa mujer, quienquiera que sea, cree que su vida cambiará al casarse conmigo, está muy equivocada. Será una unión solo en nombre, una farsa que recordaré a cada momento. Ella sufrirá las consecuencias de mi descontento.
Me dirigí a mis aposentos y cerré la puerta con fuerza. La opulencia que me rodeaba no lograba calmar la rabia que sentía. Gerard, quien había seguido mi paso con discreción, entró detrás de mí, sosteniendo una bandeja con una copa de vino.
—¿Por qué no me informaste antes? —le espeté, tomando la copa y bebiendo de un trago.
Gerard mantuvo la calma, como siempre.
—Su majestad me prohibió mencionarlo. Es un asunto que quería discutir con usted directamente.
Lo miré con los ojos entrecerrados. Gerard había estado a mi lado durante años, pero incluso él parecía estar confabulado en mi contra. No dije más. Mi mente estaba ocupada con otros pensamientos.
—¿Quién es? —pregunté finalmente, mi tono áspero.
Gerard pareció entender la pregunta al instante.
—Ela de Ravenglen, hijo de un granjero de tierras lejanas, al norte del reino. Es conocida por su humildad y por ser trabajadora.