Ela "Casada con la realeza"

CAPÍTULO 04

ÉL PLAN DE FREDERICK.

FREDERICK.

Dos días después, mientras estaba en la sala de mapas discutiendo estrategias de defensa con mis consejeros, llegó una carta confirmando la llegada de mi futura esposa al palacio. Sentí un nudo de disgusto en el estómago al leerla.

—La traerán en tres días —anunció Gerard mientras colocaba la carta en la mesa.

—Perfecto —respondí, con un tono lleno de sarcasmo—. Tres días para prepararme para esta farsa.

Mi mente ya estaba trabajando. Haría de su llegada algo inolvidable, no por la bienvenida, sino por el mensaje. No iba a permitir que pensara que era más que una campesina con un título que no merecía.

Cerré los ojos un momento, intentando calmar mi rabia. Si esta plebeya esperaba que la tratara como una reina, pronto descubriría que había cometido un gran error al aceptar este matrimonio.

El fuego arde en la chimenea, proyectando sombras danzantes en las paredes de mi habitación. Mientras lo observo, las piezas de mi plan comienzan a encajar en mi mente. Si no puedo evitar este matrimonio, al menos puedo asegurarme de que sea ella quien lo pague.

Tomo una copa de vino del aparador cercano y me siento en el sillón, dejando que el sabor agrio alimente mi determinación.

Ella debe estar encantada con esta oportunidad, pienso con desdén. Una plebeya común y corriente, de repente elevada al título de princesa. ¿Qué habrá hecho para ganarse la atención de mi padre? ¿Habrá llorado sobre su desgracia, fingido una humildad que seguramente no tiene? No importa. Sea cual sea la razón, lo que tengo claro es que este matrimonio no será un cuento de hadas para ella.

Me inclino hacia la mesa de caoba y tomo un pergamino y una pluma. Empiezo a escribir una lista de ideas, un esquema de cómo puedo dejarle claro que no es bienvenida en mi vida:

1. Aislarla del entorno real. No le permitiré integrarse en la corte. Haré que sienta su lugar como una intrusa, una extraña en un mundo que no le pertenece.

2. Humillarla públicamente. Cada error, cada paso en falso que cometa, será una oportunidad para demostrar que no está a la altura de su posición.

3. Recordarle su origen. Haré que entienda que siempre será una campesina, sin importar los títulos que le otorguen.

Mientras escribo, una sonrisa amarga se forma en mis labios. Si ella quiere ser parte de mi mundo, tendrá que sufrir las consecuencias.

Termino el vino de un trago y dejo la copa sobre la mesa con un golpe seco. La idea de controlarlo todo, de convertir este matrimonio en una lección para ella, me da una sensación de poder que compensa, aunque sea un poco, la frustración que me carcome desde que escuché la noticia.

La puerta se abre de golpe, y mi fiel ayudante, Marcus, entra con una expresión cautelosa.

—¿Me llamabais, alteza?

Lo miro, y por un instante me pregunto si compartir mis pensamientos con él es una buena idea. Pero Marcus siempre ha sido leal, y si alguien puede ayudarme a ejecutar mis planes, es él.

—Sí, Marcus. Necesito que investigues todo sobre… ella.

—¿La plebeya, mi señor? —pregunta, tratando de ocultar su sorpresa.

—Exactamente. Quiero saber quién es, cómo vive, y todo lo que pueda ser útil. —Me acerco a él, fijando mi mirada en la suya—. Quiero conocer sus debilidades.

Marcus asiente, aunque parece un poco incómodo.

—Como ordenéis, alteza.

Cuando sale de la habitación, me recuesto en el sillón, cerrando los ojos por un momento. La ansiedad todavía late en mi pecho, pero ahora está mezclada con una oscura satisfacción.

Si mi padre cree que esta plebeya puede enseñarme algo, está muy equivocado. Al final, será ella quien aprenda una valiosa lección: nadie cruza al príncipe Frederick Anthonys sin pagar un precio.

Narrador Omisiente.

Marcus sabía que cuando el príncipe Frederick le encomendaba una tarea, no podía permitirse errores. Su lealtad al futuro rey lo mantenía comprometido, pero esta misión era diferente. No buscaba información para proteger al reino, sino para alimentar la estrategia de venganza de su señor contra una plebeya.

Abandonó el palacio al amanecer, vestido con ropas discretas que lo harían pasar desapercibido en los campos y aldeas. Conocía bien los caminos del reino, pero llegar a las tierras de la familia de Ela le llevó casi dos días.

El pequeño terreno que pertenecía a los padres de Ela estaba en las afueras del Reino de Galia, rodeado de campos que apenas producían lo necesario para sobrevivir. Marcus se detuvo en una taberna local antes de acercarse a la casa, decidido a reunir rumores y escuchar las voces del pueblo.

El lugar era pequeño, lleno de campesinos que buscaban olvidar las penurias del día con una jarra de cerveza. Marcus pidió una bebida y se sentó cerca de un grupo que conversaba animadamente. Fingiendo ser un viajero en busca de tierras, comenzó a entablar conversación.

—He escuchado que estas tierras tienen familias trabajadoras y dedicadas —comentó Marcus casualmente—. ¿Conocen alguna en especial?

Uno de los hombres, un campesino robusto con manos callosas, rió mientras bebía.

—Si buscas dedicación, habla con los Ravenglen. Son buena gente, pero apenas tienen para vivir.

Marcus inclinó la cabeza, fingiendo interés.

—¿Los Ravenglen? ¿No tienen una hija?

—Ela —respondió una mujer que estaba cerca—. La muchacha más sencilla que verás. Trabaja como si fuera un hombre más en el campo, pero no se le ve descontenta. Es fuerte, esa chica.

Otro hombre intervino.

—Sí, fuerte, pero demasiado terca. Siempre rechaza a los jóvenes que quieren cortejarla. Dicen que no tiene tiempo para eso.

Marcus fingió una sonrisa. Fuerte, trabajadora y terca, pensó. Información útil para el príncipe.

Al día siguiente, Marcus se acercó a la casa de la familia Ravenglen. Desde lejos observó cómo Ela trabajaba en el campo junto a su padre. Sus movimientos eran rápidos y precisos, su ropa estaba manchada de tierra, pero su rostro mostraba determinación.




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