Ela "Casada con la realeza"

CAPÍTULO 05

LA PARTIDA .

ELA

La noticia del matrimonio aún resonaba en mi mente como un eco interminable. Mientras doblaba las escasas prendas que tenía, sentía un nudo en el estómago. Mi madre había insistido en que llevara lo mejor que poseíamos, aunque eso no era mucho. Tres vestidos, todos gastados por los años de trabajo en el campo, un par de zapatos que mi padre había reparado varias veces, y un chal que perteneció a mi abuela.

Mi madre entró en la habitación, su rostro marcado por la preocupación.

—Ela, ¿has terminado? El mensajero del palacio dijo que partirán al amanecer.

Asentí en silencio. No quería hablar, porque cada palabra parecía agravar el dolor en mi pecho. ¿Cómo podía dejar atrás todo lo que conocía, todo lo que amaba, para enfrentar lo desconocido?

Ella se acercó y puso sus manos sobre las mías.

—Sé que no deseas esto, hija. Pero tal vez… tal vez esta sea tu oportunidad.

La miré incrédula. ¿Oportunidad? ¿De qué? ¿De ser humillada en un mundo que no me aceptará? Pero no dije nada. Mi madre ya cargaba suficiente con la culpa de no poder protegerme de este destino.

Mientras tanto, mi padre estaba en el establo, preparando el caballo que nos llevaría hasta el lugar donde me encontraría con la comitiva real. Lo escuché maldecir entre dientes mientras ajustaba las riendas. Mi padre rara vez mostraba su enojo, pero esta vez no podía ocultarlo.

Cuando me acerqué a él, se detuvo y me miró con ojos cansados.

—Ela, si hubiera otra manera… —Su voz se quebró. Él, un hombre que siempre había sido mi roca, ahora parecía tan frágil como yo me sentía.

—No te preocupes, padre. Todo estará bien —dije, aunque no estaba segura de creerlo.

Él me abrazó, algo que no hacía desde que era niña. Su fuerza y su calor me dieron un poco de consuelo, pero también me recordaron cuánto extrañaría su presencia.

Poco después, mi madre terminó de preparar una pequeña bolsa con mis pertenencias, y juntos subimos a nuestra carreta. El camino era silencioso, solo el sonido de los cascos de nuestro caballo llenaba el aire.

Cuando el sol comenzó a despuntar en el horizonte, el mensajero del palacio ya nos esperaba en el punto de encuentro. Montaba un imponente caballo y vestía el escudo del reino de Galia, lo que hacía que todo se sintiera aún más real.

Mi madre me abrazó por última vez, sus ojos llenos de lágrimas que no se atrevía a dejar caer. Mi padre, con la mandíbula apretada, me ayudó a subir al carruaje que habían traído para mí. Era la primera vez que viajaba en algo tan elegante, pero no podía disfrutarlo.

El mensajero me dedicó una breve mirada antes de decir:

—Partimos ahora. Será un largo viaje.

Mientras el carruaje comenzaba a moverse, miré por la ventana y vi a mis padres cada vez más lejos. Mi madre lloraba ahora abiertamente, y mi padre la sostenía, intentando no derrumbarse. Cerré los ojos, intentando grabar esa imagen en mi memoria. No sabía cuándo, o si, volvería a verlos.

El carruaje avanzaba por los caminos empedrados, y con cada kilómetro que nos alejábamos, sentía que me despojaban de mi identidad. ¿Quién sería yo en el palacio? ¿Una esposa para un hombre que claramente no me deseaba? ¿Una herramienta para un reino que apenas conocía?

Me juré a mí misma que no me quebraría. No les daría el placer de verme sufrir. Si este era mi destino, lo enfrentaría con la frente en alto, aunque por dentro me sintiera hecha pedazos.

El carruaje se movía con pesadez sobre los caminos irregulares, cada golpe hacía crujir la estructura y me sacudía en mi asiento. No estaba acostumbrada a viajar, mucho menos de esta forma. El interior del carruaje, aunque sencillo comparado con los lujos de la realeza, me parecía demasiado para alguien como yo. La tela de los asientos era suave, y las cortinas de terciopelo rojo contrastaban con la simplicidad de mi vida.

Al principio, el camino atravesaba campos familiares, los mismos que había recorrido toda mi vida. Podía reconocer cada colina, cada árbol retorcido por el viento. Pero a medida que avanzábamos, el paisaje comenzó a cambiar. Los campos abiertos dieron paso a bosques densos y sombríos, donde los rayos del sol apenas se filtraban entre las ramas.

El mensajero, que cabalgaba junto al carruaje, no hablaba. Solo se escuchaba el ritmo constante de los cascos de los caballos y el crujir de las ruedas sobre la grava. Intenté concentrarme en el sonido, usándolo como un ancla para calmar mis pensamientos.

De pronto, el carruaje se detuvo bruscamente. Un escalofrío recorrió mi espalda al escuchar el sonido de varias voces fuera. Me asomé con cautela y vi al mensajero enfrentándose a un grupo de hombres con ropas gastadas y miradas desconfiadas.

—Este camino no es seguro para viajeros, menos aún para una dama en un carruaje de la realeza —dijo uno de ellos con una sonrisa burlona.

El mensajero no mostró temor.

—Aparta tu camino. No queremos problemas.

El hombre me miró fijamente y, aunque no me amenazó directamente, sentí que analizaba cada parte de mí. Su expresión se tornó pensativa antes de soltar una carcajada.

—No somos salvajes, solo damos advertencias. El mundo no es amable con los débiles, muchacha. Recuerda eso cuando llegues a donde te llevan.

Su grupo se perdió entre los árboles, dejando una tensión en el aire que no desapareció ni cuando el carruaje retomó su marcha.

Sus palabras se quedaron conmigo. "El mundo no es amable con los débiles." Y si el palacio era incluso peor que estos hombres del bosque, ¿qué me esperaba allí?

Apreté los puños con fuerza. No permitiría que me trataran como una carga, como alguien fácil de manipular. Había sido obligada a este matrimonio, pero eso no significaba que me quebraría.

Por dentro, una tormenta se desataba. Sentía miedo, pero también ira. Ira por tener que dejar atrás todo lo que amaba, por ser tratada como una pieza en un juego político que no entendía. Y, sobre todo, miedo a lo desconocido. ¿Cómo sería el príncipe? ¿Cumpliría las advertencias de mi madre sobre su carácter?




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