UN RECIBIMIENTO HELADO
ELA
El latido en mi pecho era un tambor sordo mientras las puertas se abrían lentamente ante mí. Un aire frío recorrió el pasillo y me envolvió, aunque no sabía si provenía del palacio o del destino que me aguardaba.
Di un paso al frente, luego otro. Mi vestido rozaba el suelo pulido, y el eco de mis propios pasos resonaba con fuerza en el vasto salón.
Allí, en el centro, de pie junto a un gran ventanal que ofrecía vistas a los jardines reales, estaba él.
El príncipe Frederick.
Su porte era impecable, su postura relajada, como si todo esto fuera un simple trámite para él. Vestía con una elegancia calculada, sus ropas oscuras resaltando el dorado de su cabello. Sus manos estaban cruzadas detrás de la espalda, y cuando giró para mirarme, su expresión era de puro desdén.
Mi garganta se secó.
—Así que tú eres Ela —dijo, su voz tan fría como su mirada.
No era una pregunta, sino una constatación, como si ya hubiera decidido que no merecía más atención que la necesaria.
—Así es, su alteza —respondí con firmeza, negándome a bajar la mirada.
Sus labios se curvaron en una sonrisa burlona, pero sus ojos reflejaban puro desinterés.
—Esperaba… algo diferente —musitó, como si hablara consigo mismo.
Sentí una punzada en el pecho, pero no le di el gusto de reaccionar.
—Lamento no cumplir sus expectativas —dije, manteniendo la voz neutra.
Él dejó escapar una pequeña risa seca antes de caminar lentamente a mi alrededor, evaluándome como si fuera un objeto en exhibición.
—No es que tuviera expectativas —replicó—. Después de todo, no fui yo quien eligió este matrimonio.
Sus palabras me provocaron una sensación de rabia contenida, pero me forcé a respirar hondo. Sabía que este recibimiento no sería cálido, pero verlo tan lleno de desprecio hacia algo que ni siquiera conocía me resultaba insoportable.
—Tampoco fue mi elección, alteza —respondí, sosteniendo su mirada—, pero aquí estamos.
Frederick entrecerró los ojos, como si le sorprendiera que me atreviera a contestarle.
—Veo que tienes carácter —comentó con sorna—. Eso hará las cosas… interesantes.
Algo en su tono me inquietó. No sabía qué clase de planes tenía en mente, pero algo me decía que su intención no era simplemente ignorarme.
En ese momento, una nueva voz interrumpió la tensión entre nosotros.
—Hijo, ¿no deberías ser más cortés con tu futura esposa?
Giré la cabeza y vi a una mujer de porte distinguido acercarse con elegancia. Sus rasgos eran refinados, su vestido de tonos claros y su cabello recogido con esmero. La reina.
—Madre —saludó Frederick sin entusiasmo.
Ella me estudió de pies a cabeza con un gesto indescifrable, pero a diferencia de su hijo, no parecía despreciarme de inmediato.
—Ela, bienvenida al palacio —dijo con una sonrisa medida—. Espero que tu viaje no haya sido demasiado agotador.
—Gracias, su majestad —contesté con una reverencia—. El viaje fue largo, pero estoy bien.
La reina asintió, aunque su mirada volvió a fijarse en su hijo con un deje de desaprobación.
—Frederick, acompaña a Ela a sus aposentos. No quiero que la dejes sola en su primer día aquí.
Él suspiró con fastidio.
—¿No puede hacerlo Alphonse?
—Puedes hacerlo tú —respondió ella con firmeza.
La tensión entre madre e hijo era evidente, pero después de un momento, Frederick simplemente resopló y giró sobre sus talones.
—Sígueme —ordenó sin mirarme.
No tenía otra opción, así que lo hice.
El príncipe no lo sabía aún, pero por mucho que intentara menospreciarme, no dejaría que me aplastara.
Seguí a Frederick a través de los amplios pasillos del palacio, sintiéndome diminuta en comparación con la magnificencia del lugar. Las paredes estaban decoradas con tapices exquisitos, candelabros dorados iluminaban con una luz tenue y los suelos de mármol relucían bajo nuestros pies. Sin embargo, toda esa opulencia no lograba disminuir la sensación de incomodidad que se aferraba a mí.
Frederick caminaba con las manos detrás de la espalda, su postura erguida y su actitud indiferente. No se molestó en mirarme ni una sola vez mientras avanzábamos.
—No te hagas ilusiones —soltó de repente, su voz impregnada de desdén.
Fruncí el ceño.
—¿Ilusiones?
Se detuvo de golpe y se giró para mirarme. La luz de las lámparas proyectaba sombras en su rostro, acentuando su expresión burlona.
—No eres una princesa de cuento, Ela —dijo, pronunciando mi nombre con evidente sarcasmo—. No esperes amor, devoción ni siquiera cortesía de mi parte.
Apreté los puños, sintiendo un ardor en el pecho.
—No esperaba nada de eso —contesté con frialdad—. Solo quiero cumplir con mi deber.
Frederick esbozó una sonrisa ladeada, como si encontrara divertida mi respuesta.
—Veremos cuánto tiempo te dura esa actitud sumisa —musitó antes de reanudar su camino.
Mantuve la mirada fija en su espalda mientras lo seguía. No tenía sentido discutir con él. Sabía que este matrimonio no sería fácil, pero tampoco estaba dispuesta a dejarme pisotear.
Finalmente, llegamos a una gran puerta de madera ornamentada con intrincadas figuras doradas. Frederick la abrió sin esfuerzo y se hizo a un lado, señalando el interior con un gesto despreocupado.
—Estos serán tus aposentos —dijo sin emoción.
Di un paso dentro y me detuve, sorprendida por lo que veía. La habitación era más grande que toda mi casa. Había un lujoso dosel cubriendo una cama inmensa, un tocador con un espejo ornamentado y un balcón con vista a los jardines del palacio. Las cortinas eran de un tejido fino y elegante, y el suelo estaba cubierto por una alfombra suave.
Nunca en mi vida había estado en un lugar así.
—Espero que no te hayas acostumbrado a demasiado lujo —dijo Frederick desde la puerta—. Porque este será el único gesto de generosidad que recibirás de mí.