LA PRESA EN SU JAULA
FREDERICK
El aire en la entrada del palacio se sentía denso, impregnado de expectativas. Me encontraba de pie en lo alto de la escalinata principal, observando con aparente indiferencia cómo la comitiva se acercaba. No tenía intención de recibir a la plebeya con honores. No se los merecía.
Cuando las puertas se abrieron y la vi por primera vez, mi desdén se confirmó.
Su vestido, aunque limpio, era demasiado simple para alguien que se convertiría en princesa. Su cabello castaño estaba recogido en una trenza sin adornos, y su piel estaba bronceada por el sol, prueba de una vida de trabajo en el campo.
Pero lo que realmente me molestó fueron sus ojos.
No había sumisión en ellos. No había temor ni desesperación por impresionar. Mantenía la cabeza en alto, con una mirada firme, desafiante incluso.
Típico de alguien que no conoce su lugar.
—Así que tu eres Ela —dije con voz fría, dejándola sentir mi desprecio.
Ella bajó la cabeza, pero no por miedo, sino por respeto, como dictaba la etiqueta. No era el gesto tembloroso que esperaba ver en una campesina.
Ella respondió de forma cortes y confiada, pero su tono me hacía ver que no se doblegaria.
Antes de que pudieramos decir algo más, unos pasos resonaron en el mármol.
Me giré y la vi descendiendo la escalera con la elegancia que la caracterizaba. Me dedicó una mirada de advertencia antes de posar sus ojos en la plebeya.
Lo que nunca me espere fue que mi propia madre me pidiera llevarla a sus aposentos.
Contuve una mueca de disgusto. No tenía ninguna intención de escoltar a esta mujer a ninguna parte, pero discutir con mi madre en público sería innecesario.
Sin más opción, caminé delante de ella, mientras avanzábamos por los pasillos del palacio. La plebeya no dijo una sola palabra, pero pude notar cómo observaba cada detalle a su alrededor.
No me cabía duda.
Podría fingir calma, pero en el fondo, sabía que este mundo la aplastaría.
Y yo me encargaría de que así fuera.
Después de dejarla en sus aposentos me marche, no pensaba pasar un minuto más con ella.
Caminé por los pasillos del palacio con una sonrisa satisfecha en los labios. El encuentro con Ela había sido entretenido, más de lo que esperaba. Había algo en su actitud que me resultaba... intrigante. No era la típica plebeya temblorosa ni una mujer desesperada por complacerme. Su mirada firme y su respuesta calculada me daban la impresión de que intentaría resistirse a lo inevitable.
Bien. Eso solo haría todo más interesante.
Al llegar a mis aposentos, lancé mi chaqueta sobre un sillón y me serví una copa de vino. El líquido rojo se agitó en el cristal mientras pensaba en mi nueva esposa. Una campesina, una insignificante plebeya, ahora compartía mi apellido.
Apreté la mandíbula con molestia. Todo esto era culpa de mi padre. Me había obligado a casarme con una mujer sin linaje, una extraña que no merecía pisar este palacio, y esperaba que yo lo aceptara con tranquilidad. Pero si mi padre creía que este matrimonio me cambiaría, estaba muy equivocado.
Ela pagaría el precio de su ambición.
—¿Problemas, alteza? —preguntó una voz femenina detrás de mí.
Giré levemente la cabeza y vi a Margaret, una de mis antiguas amantes, parada junto a la puerta con una sonrisa coqueta. Era hermosa, con su cabello dorado cayendo sobre sus hombros y su vestido escarlata resaltando sus curvas.
—Nada que no pueda manejar —respondí con indiferencia, bebiendo un sorbo de vino.
Ella avanzó con paso lento y sensual, acercándose lo suficiente como para rozarme el brazo con sus dedos.
—He escuchado que ahora tienes esposa —susurró—. Una campesina, ¿es cierto?
Sonreí con burla.
—Sí, una esposa impuesta. Mi padre cree que puede domarme con una mujer.
Margaret rió suavemente y pasó su mano por mi pecho.
—Pobrecito… ¿Y qué planea hacer el príncipe al respecto?
Dejé mi copa sobre la mesa y atrapé su muñeca con firmeza, haciendo que me mirara con sorpresa.
—Lo que siempre hago —dije con voz baja y peligrosa—. Jugar a mi favor.
La solté y me alejé, dirigiéndome hacia el balcón. El aire nocturno era fresco, pero no lo suficiente para enfriar el ardor de mi ira.
Ela pensaba que podía enfrentarse a mí con esa actitud estoica, pero tarde o temprano aprendería su lugar. No iba a malgastarme en discusiones absurdas ni en escenas de esposo fiel. No. La haría sentir insignificante, invisible. Haría que se lamentara cada día de haber aceptado este matrimonio.
¿Quería ser princesa? Entonces que soportara el peso de la corona.
Solté un suspiro hastiado y miré hacia la luna.
—Bienvenida a tu nueva vida, Ela. Veamos cuánto tiempo logras soportarlo.
Me quedé en el balcón unos minutos más, observando la noche, mientras las palabras de mi padre resonaban en mi cabeza. Quería que aprendiera a valorar el reino, que madurara, que fuera un rey digno. ¿Y su brillante idea era casarme con una plebeya?
Solté una risa amarga.
—Ridículo…
Margaret, aún de pie junto a la mesa, me observaba con curiosidad, esperando que le prestara atención otra vez. Pero ya había perdido interés en ella.
—Puedes retirarte —le dije con un tono seco.
Sus labios se fruncieron con molestia, pero sabía que no debía insistir. Me dedicó una última mirada antes de girar sobre sus talones y salir de la habitación.
Suspiré y me pasé una mano por el cabello. No podía permitirme perder el control. Mi rabia contra mi padre no debía nublar mi juicio. Si quería ganar este juego, debía ser más astuto que él.
Y Ela…
Ela era la pieza clave en este tablero.
Me dirigí hacia la chimenea, observando cómo el fuego consumía lentamente la madera. La veía a ella en mi mente: su postura rígida, su mirada contenida, la forma en que se negó a inclinarse de inmediato ante mí. Una parte de mí había esperado ver miedo en sus ojos, pero lo que encontré fue algo diferente.