UNA FICCIÓN NECESARIA
FREDERICK
No me gusta cómo me hace sentir.
Ela.
La campesina que ahora camina por los pasillos del castillo como si tuviera derecho a respirar el mismo aire que yo. Como si de verdad estuviera convencida de que puede jugar este juego.
La observo desde las sombras, como siempre. No por curiosidad. No por debilidad. Lo hago porque necesito conocer cada uno de sus movimientos. Sus gestos. Sus intenciones.
Porque ella no deja de sorprenderme. Y eso me enfurece.
—¿Debo recordarle que este matrimonio no fue su elección? —me dice la voz de la razón. O tal vez sea la voz de mi orgullo, que se disfraza tan bien de lógica.
Pero yo no olvido. Ni un segundo.
Esto es un castigo. Una humillación cuidadosamente tejida por mi padre, el rey. Un intento de doblegarme. De obligarme a tomar responsabilidad por mis actos, como si no hubiera hecho lo que debía.
Ela es su lección para mí.
Pero yo también tengo las mías.
—¿Todo listo para el banquete de esta noche? —pregunto a Gerad mientras caminamos por el corredor principal.
—Sí, alteza. Y, como pidió, su futura esposa estará sentada a su lado.
Asiento sin mirarlo.
—Y asegúrate de que use uno de los vestidos que mandé preparar para ella. Quiero que todos vean cuán bien la hemos “moldeado”.
Gerad no responde de inmediato. Lo hace después de unos pasos.
—Ella está esforzándose, Frederick. Más de lo que esperábamos.
—No me interesa si se desvive por encajar —respondo con frialdad—. Esto sigue siendo un juego. Y yo marco las reglas.
Mi plan sigue intacto. Mostrarle al reino cuán absurdo es este matrimonio. Usarla como ejemplo de lo que ocurre cuando se obliga a un príncipe a arrodillarse. Hacer que todos vean cuán fuera de lugar está. Y cuando se rompa —porque eventualmente lo hará—, nadie volverá a dudar de que mi voluntad no puede ser doblegada.
Y sin embargo…
No dejo de pensar en sus palabras.
“No vine aquí a brillar. Vine a resistir.”
Esa mujer no es lo que esperaba. No suplica. No se doblega. No me teme.
Esa es la parte más peligrosa.
Llega la noche y el salón principal se llena con la nobleza. Ropas de seda, perfumes intensos, risas falsas y conversaciones vacías. Todo como siempre.
Hasta que entra ella.
Y por un segundo, se hace un pequeño silencio. Mínimo. Pero lo suficiente para que lo note.
Ela luce diferente.
El vestido azul oscuro realza su piel y el escote es lo suficientemente audaz como para atraer miradas, sin ser indecoroso. Su cabello recogido deja al descubierto su cuello, y camina con pasos que, aunque aún revelan que no nació en esta vida, comienzan a acostumbrarse a ella.
Me siento tenso. No sé por qué.
—Su alteza —dice al llegar a mi lado, haciendo una reverencia impecable.
Le ofrezco mi brazo y la conduzco a la mesa sin una palabra. No puedo darle lo que quiere: aprobación.
Aunque tal vez ella ya no la necesita.
Durante la cena, mantiene una conversación fluida con un conde sobre pintura renacentista. No es experta, pero ha estudiado. Sabe lo suficiente para sostenerse. Para no caer. Para que nadie pueda burlarse.
Y yo… no puedo permitir que gane.
Así que cuando el vino llega y la música empieza, me inclino hacia ella con una sonrisa que no llega a mis ojos.
—¿Disfrutas este mundo, Ela?
—Estoy aprendiendo —responde, con una copa entre los dedos.
—Ten cuidado. Cuanto más alto subes… más duele la caída.
Ella se vuelve hacia mí con una mirada serena. No hay temor en ella.
—Entonces espero caer de pie, alteza.
Levanto la copa. Brindamos. Falsa armonía para ojos ajenos.
Pero esta guerra…
Esta guerra apenas comienza.
Y yo todavía tengo armas que ella no ha visto.
La música se alza suave pero firme, como una red invisible que envuelve a todos los presentes y los arrastra al centro del salón. Las parejas se forman, giran, se deslizan. Sonrisas bien ensayadas, posturas rectas, ojos vigilantes.
Todo es fachada.
—¿Me concederías este baile, lady Ela?
Ella me mira. Un destello de desconfianza cruza su rostro, pero lo oculta bien. Aprendió eso también. Esconde sus emociones como se oculta un puñal entre las costuras de un vestido.
—Por supuesto, alteza —responde, con una inclinación elegante.
Coloco mi mano en su cintura y ella apoya los dedos con suavidad sobre mi hombro. Mis dedos sienten la tensión bajo la tela. Está tan alerta como yo.
Damos el primer giro. La multitud nos observa, tal como planeé.
—¿Estás disfrutando tu debut ante la corte?
—Disfrutar quizás no es la palabra adecuada —responde—. Pero al menos no tropecé con los cubiertos ni derramé la sopa.
Sonrío, un gesto torcido. Ella cree que eso basta. Que ganarse algunas palabras amables de nobles entumecidos por el protocolo le servirá de algo a la larga.
—La corte es como un tablero de ajedrez —susurro mientras giramos—. Cada pieza tiene su lugar. El peón que sueña con ser reina… suele ser el primero en caer.
Sus ojos se clavan en los míos. Ni una pizca de miedo.
—También hay reinas que fueron subestimadas hasta el jaque mate.
Respondo con una carcajada baja. Qué audaz. Qué ingenua.
El salón gira a nuestro alrededor mientras la música cambia de compás. Ela se adapta al ritmo. Tiene gracia, aunque no sea refinada del todo. Cada paso que da es una declaración silenciosa: no me iré fácilmente.
—¿Por qué sigues fingiendo interés, Frederick? —me pregunta con un tono demasiado bajo para ser escuchado por otros—. Si tanto te molesta este compromiso… podrías ignorarme.
La acerco apenas más hacia mí, no porque quiera, sino porque la danza lo exige. Aunque una parte de mí… no protesta.
—No confundas mi atención con aprecio, Ela. No estoy fingiendo interés. Estoy estudiándote.
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Editado: 09.05.2025