Lo que no se dice
Frederick
El vino es fuerte, pero no lo suficiente.
Necesitaría algo más potente para borrar de mi lengua el eco de sus palabras. Para arrancar de mi mente la imagen de su rostro erguido, desafiándome con los ojos mientras todos creían que bailábamos como una pareja enamorada.
Me sirvo otra copa, ignorando las miradas curiosas desde el otro extremo del salón. Todos los cortesanos quieren saber qué pienso, qué planeo. Algunos rezan en silencio para que mi matrimonio fracase, otros para que funcione. Yo mismo no estoy seguro de qué deseo exactamente.
Sólo sé una cosa: no pienso perder.
Ela cree que está avanzando. Que cada reverencia perfecta, cada conversación diplomática, cada paso de baile correcto la acerca a la aceptación de la corte. Cree que puede conquistar este mundo con buena voluntad y determinación.
Y lo más irritante… es que podría lograrlo.
Se está ganando a todos. Incluso a mi madre, que al principio la miraba como si fuera una molestia menor. Incluso a los criados, que ahora le sonríen con más naturalidad que a muchas damas de la nobleza.
Pero yo no.
Yo no me rindo ante sonrisas ni dulzura.
No cuando aún escucho la risa burlona de mi padre en cada decisión que me impone.
No cuando aún arde el recuerdo de haber sido humillado, manipulado, usado como una pieza más en el gran teatro de este reino.
Ela es el castigo que me impusieron. Y, sin embargo, esta noche…
Esta noche ella parecía cualquier cosa menos un castigo.
Cierro los ojos con rabia. No. No puedo permitirlo. Si dejo que ella me confunda, si bajo la guardia, perderé más que el control de este juego.
Perderé el objetivo.
Y el objetivo siempre ha sido el mismo: devolver golpe por golpe. Arrancar las máscaras de todos aquellos que me hicieron vivir con una.
Ela… es parte de ese sistema. Aunque no lo sepa. Aunque parezca distinta. Aunque su voz tiemble a veces cuando cree que nadie la escucha. Aunque sus ojos ardan cuando finge indiferencia.
Ella va a romperse.
Y cuando lo haga, cuando se dé cuenta de que este mundo nunca la aceptará del todo…
yo estaré allí.
No para consolarla.
Sino para recordarle que lo advertí.
Y entonces, tal vez, sea libre al fin.
Libre de todo esto.
Libre de ella.
—¿Estás orgulloso de ti mismo? —pregunta la voz profunda del rey apenas cierro la puerta del salón del trono.
Su mirada no tiene ira… tiene decepción. Y eso, de alguna forma, me irrita aún más.
—Solo he cumplido con mi papel. Estuve presente, no hice una escena, no le arranqué el vestido a mi encantadora esposa en público —respondo con una sonrisa torcida.
El rey no se ríe.
—Pero la humillaste —dice sin rodeos—. En el baile. Frente a todos.
—Ella no pertenece a este lugar. ¿Esperas que lo finja?
—Espero que actúes como un príncipe. Como un hombre. Ya no eres un niño herido, Frederick.
Mi mandíbula se tensa.
—¿De verdad vas a sermonearme sobre madurez, tú, que arreglaste mi matrimonio como si yo fuera una mercancía?
El rey se levanta de su asiento con una calma peligrosa.
—Lo hice para salvarte. De ti mismo. Y de lo que podrías convertirte si sigues alimentando ese odio.
Lo miro en silencio. No tengo respuesta para eso. No una que pueda decir en voz alta sin quebrarme.
—Esa muchacha, Ela… —continúa el rey con un suspiro—, es más digna que muchos nobles de esta corte. Y tú lo sabes.
Aprieto los dientes. No quiero admitir que tiene razón. No quiero aceptar que ella, con su cabeza en alto y su lengua afilada, me desarma más que cualquier arma.
—Tú decides, hijo —dice finalmente—. Puedes seguir con tu guerra estúpida… o puedes convertir este desastre en algo digno. Pero te advierto: no pondré en riesgo la estabilidad del reino por tus caprichos.
Cuando salgo del salón, no digo nada.
Pero algo en mí se sacude.
👑 Ela 👑
La habitación está en penumbras. He dejado que las velas se consuman mientras me deshago lentamente del vestido, sintiendo el peso de la noche aún sobre los hombros.
El silencio es abrumador. No por la falta de sonido, sino por todo lo que no se dijo.
La forma en que Frederick me ofreció su brazo, fingiendo cortesía mientras sus ojos decían otra cosa. La forma en que bailó conmigo, guiándome con fuerza contenida, como si el tacto lo quemara.
Y luego la burla, siempre la burla. Incluso cuando el mundo me miraba, incluso cuando quise hacerlo bien.
Me siento frente al espejo, sin joyas ni peinados elaborados. Solo yo. Solo Ela. La plebeya. La intrusa.
Pero no lloro.
No puedo.
Solo observo mis propios ojos, buscando en ellos la razón por la que aún sigo aquí.
¿Por qué no huyo?
¿Por qué sigo tolerando las clases, los desprecios, las miradas?
La respuesta llega suave, como un susurro interno.
Porque me niego a rendirme. Porque no voy a dejar que mis padres se queden sin lo que les pertenece.
Porque si voy a estar atrapada en este mundo, al menos voy a conquistar mi lugar.
Cierro los ojos y apoyo la frente contra mis manos. El frío del metal del peine de plata que aún está sobre el tocador me recuerda dónde estoy.
Y me prometo, una vez más, que no dejaré que él me destruya.
Aunque me duela.
Aunque duela mucho.
#1020 en Otros
#212 en Novela histórica
#2916 en Novela romántica
#952 en Chick lit
Editado: 09.05.2025