Ela "Casada con la realeza"

CAPÍTULO 15

Detrás de los muros y dos días

👑 Frederick 👑

Los muros del palacio tienen oídos, y a veces, boca también.

—¿Lo vio usted, su alteza? —pregunta el jefe de la servidumbre, casi con tono divertido—. Agachada, recogiendo cucharas como si fuera una de nosotros. La dama del príncipe.

Yo no respondo de inmediato. Mis dedos tamborilean contra el brazo del sillón mientras fijo la mirada en el ventanal que da a los jardines. El hombre no sabe que acaba de meter una piedra en el lago quieto de mis pensamientos.

—¿Dónde ocurrió eso?

—En el pasillo trasero, cerca de las escaleras de servicio. El mozo de cocina, Elric, dejó caer una bandeja. Ella lo ayudó… sin dudarlo. Lo trató con… respeto.

Sus palabras no son una acusación. Es asombro lo que hay en su voz. Tal vez admiración.

Lo despido con un gesto y, cuando salgo de mis pensamientos, me doy cuenta de que estoy de pie. ¿Desde cuándo? No lo sé. Pero mis pasos me llevan hacia la galería superior, desde donde se ven los corredores por donde ella suele caminar.

¿Qué estás buscando, Frederick?

La respuesta no me gusta. Porque no se trata de vigilancia ni de estrategia. Se trata de una necesidad irracional de entenderla… o quizás de justificar lo que empiezo a sentir.

Ella no lo sabe, pero me desarma cuando hace cosas como esa. Cuando no finge, no se esfuerza en complacer a nadie, y aun así logra tocar una fibra que la nobleza entera ha olvidado hace años: la humanidad.

Mi plan era claro.

Humillarla. Romperla. Convertirla en un recordatorio viviente de que nadie, ni siquiera el rey, puede jugar conmigo como si yo fuera una pieza más en su ajedrez.

Y sin embargo…

La imagen de Ela, agachada entre platos rotos, riendo suavemente con un sirviente, se superpone con la de ella en el baile, con la frente erguida y los ojos brillando de determinación.

Una pieza no debería tener tanto poder.

A menos que sea algo más.

Cierro los ojos por un segundo, luego me obligo a volver al presente. Mi mandíbula se tensa.

—No voy a detenerme —me digo a mí mismo.

Y sin embargo, esa frase ya no suena tan segura como antes.

👑 Ela 👑

El jardín trasero está casi desierto. La mayoría prefiere los senderos amplios y las glorietas llenas de rosas. Yo, en cambio, busco la sombra de un roble solitario al final del corredor empedrado. Allí, el murmullo del viento me ofrece un respiro de la presión constante que representa cada día en este palacio.

Hasta que escucho sus pasos.

No necesito darme la vuelta para saber que es él.

—¿Acaso los pasillos ya no son suficientes y ahora también deseas conquistar los rincones olvidados del jardín? —pregunta su voz, afilada como un alfiler bajo la seda.

Respiro hondo antes de girarme.

—Solo estoy intentando respirar sin que alguien me mire como si fuera un error que camina.

Él sonríe. Una sonrisa que no llega a sus ojos.

—¿Y crees que este rincón es seguro para eso?

—¿Por qué no lo sería?

—Porque donde tú estés, lady Ela, siempre habrá ojos. Incluso cuando crees estar sola.

—¿Los tuyos, por ejemplo?

Sus cejas se alzan, apenas.

—No necesito espiarte. El palacio se encarga de contarme todo. Con gran detalle, incluso.

—Entonces ya sabes que ayudé a un sirviente.

—Y que sonreíste al hacerlo —dice, cruzando los brazos—. Algunos dirían que eso no es propio de una futura princesa.

—Y tú, ¿qué dices?

—Digo que eres mejor actriz de lo que esperaba.

Su tono es frío, pero sus ojos no lo son tanto. Hay una grieta en su dureza, una que ni él parece comprender del todo.

—No estoy actuando —respondo con firmeza—. No intento encajar. Solo intento no olvidar quién soy.

Sus pasos lo acercan un poco más. La sombra del roble cubre su rostro a medias. Esa mitad parece menos cruel, más cansada.

—Ese es tu error, Ela. En este lugar, recordar quién eres puede destruirte.

—Y olvidar quién soy me destruiría a mí.

La tensión se estira entre nosotros como un hilo delgado a punto de romperse. Él me observa por unos segundos más, como si buscara una fisura, una duda, una excusa para volver a odiarme.

Pero lo único que encuentra es silencio.

Finalmente, se aparta, da media vuelta y lanza su última estocada por encima del hombro.

—Dos días, Ela. Solo quedan dos días.

Y se aleja, dejándome en el jardín con el pecho apretado, los dedos temblorosos… y una verdad indiscutible.

El tiempo se agota.

Y yo aún no sé si al final de esa cuenta regresiva me espera un final… o un comienzo.




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